Quien toma un micrófono debe ser consciente de que lo que diga, cualquier cosa de la que opine, puede afectar a muchos y favorecer a pocos, puede herir la dignidad y la susceptibilidad de muchos y contagiar a pocos para que lo sigan haciendo, sin respeto ni responsabilidad.
Eso dice la teoría.
Y dice, también, que la opinión de un personaje no debe hacer daño a nadie y debe evitar cualquier ofensa o maltrato. Incluso recuerda una máxima relativa a todas las relaciones entre los actores de la sociedad: no hagas como periodistas lo que no puedes hacer como caballero.
¿Los discursos de odio están prohibidos en los códigos deontológicos de los medios? Sí, se encuentran prohibidos y constan en una hoja pegada en las puertas de las salas de redacción.
Todos los que trabajan en los medios aseguran que sí existe esa prohibición? Yo no dudo que conste en los manuales de ética, pero otra cosa es que, por los últimos sucesos ocurridos en los medios ecuatorianos, no se nota.
En realidad -dice el analista Roger Silverstone en su libro La moral de los medios de comunicación-, no se trata de cumplir a rajatabla y por la fuerza un código de conducta, pues estos, por bien intencionados que sean, suelen pasar por alto la responsabilidad individual que deben asumir los periodistas, quienes deberían admitir que su trabajo, mal hecho, puede tener efectos graves para los ciudadanos y para la sociedad”.
No suelo hablar de que los contenidos de los medios deben ser “objetivos, veraces e imparciales”, como pretenden enseñarnos en las aulas de las facultades de Periodismo.
Y no lo hago porque no creo que sea posible esa santísima trinidad del periodismo: objetivos no, porque quienes informamos y opinamos somos sujetos y, por tanto, cualquier hecho que consignemos y publiquemos cae en la subjetividad. Veraces, tampoco, porque si se produce un acontecimiento a la vista de todos, cada testigo tendrá su manera de interpretar lo que ve, es decir, cada testigo tiene su verdad y, finalmente, imparciales tampoco, porque todo ser humano tiende a tomar partido o posición por unos actores u otros según sus visiones, experiencias y formación en la vida.
Si no existe esa trilogía, ¿queda el periodismo en el aire? No. Porque en ese momento entra el trabajo de editores responsables que sepan guiar con acierto a su equipo y no permitan que se abuse de la reputación, del prestigio, de la dignidad, de la credibilidad, de la confianza que los ciudadanos tienen en las personas atacadas por los medios.
Si queremos hablar de normas y reglas, que no debieran estar pegadas en las puertas de las salas de redacción, bastaría con pedir al personal periodístico que cumpla dos requisitos al informar: ser equilibrado y justo.
Pero, justamente en estos días que se debate la posibilidad de una nueva Ley de Comunicación donde no exista ninguna instancia estatal de control de contenidos, lo que los medios privados, incautados y públicos están demostrando es que su tesis de la autorregulación es frágil.
El reciente episodio protagonizado por Andrés Pelaccini en la radio Diblú, cuando habla (o ironiza, dice él) contra las mujeres que defienden el feminismo, ilumina con claridad el problema de que los dueños de los medios y quienes ocupan las entidades relacionadas con los contenidos de la comunicación no están, o no quieren estar, bajo la tutela de ninguna reglamentación estatal y gubernamental.
Pero, si es así, por qué -y es solo un ejemplo de los muchos que cometen todos los días- cuando estalló el caso Pelaccini convirtieron a este singular personaje en estrella de ciertos medios, lo invitaron a que fuera a otras radios y canales y le permitieron que se justificara y dijera, palabras más palabra menos, que no tenía por qué disculparse con nadie porque no había dicho ofensivo.
Con casos como estos, que ocurren de forma cotidiana en distintos hechos y casos- no nos queda sino la duda. Y las preguntas.
¿Cuáles son los límites de la libertad de expresión? ¿Cómo se la está respetando o irrespetando en el Ecuador?
Son preguntas que los medios -desde sus máximos directivos hasta sus conductores de programas de farándula- deben responder desde la frontalidad, la sinceridad, la transparencia y, sobre todo, la autocrítica.
Pero como eso no ocurre, es necesario analizar y explorar maneras que no sean coercitivas sino sugerentes y pedagógicas para que la prensa ecuatoriana entienda la responsabilidad de su rol en la vida cotidiana.
En su libro El discurso de la información, el catedrático francés Patrick Charaudeau dice que “los medios no transmiten lo que ocurre en la realidad social, sino que imponen lo que construyen acerca del espacio público. La información es una cuestión de lenguaje y el lenguaje no es transparente… Incluso la imagen, que creíamos era la más apta para reflejar el mundo tal como es, tiene su propia opacidad que descubrimos de forma evidente cuando produce efectos diversos (imágenes humanitarias) o se pone al servicio de una falsedad. A causa de su ideología, que consiste en ‘mostrar a toda costa’, en ‘hacer visible lo invisible’ y en ‘seleccionar lo más sorprendente’, construye una visión parcializada de ese espacio público, una visión adecuada a sus objetivos, pero muy alejada de un reflejo fiel”.
Charaudeau añade que “los medios pertenecen a una cultura de lo efímero porque jamás pueden garantizar que lo que dicen tenga alguna marca sólida de perennidad”.
El trabajo que deberían desarrollar los medios en el Ecuador es muy exigente a la hora de cambiar sus hábitos de trabajo y de comportamiento. El ejercicio de la libertad de prensa -según establece la teoría- demanda un enorme sentido de la ética, de la responsabilidad y del respeto a los demás, sin que tenga que ver la simpatía o antipatía que los directivos y los periodistas sientan hacia determinada posición ideológica o gremial o hacia grupos o colectivos que plantean y proponen cambios que gusten o no gusten a los medios.
En relación con la polémica nacional que se desató con el caso Pellacini y su pregunta misoginia, es importante reflexionar que las opiniones, editoriales y comentarios son parte sustancial del oficio periodístico y nadie querrá negarlo cuando sus comentarios son deliberados.
“El problema surge -como explica David Randall en su famoso libro El periodista universal, con los comentarios encubiertos que se disfrazan de informaciones, hablan con su voz e imitan sus gestos, como también ocurre con los comentarios que se cuelan inadvertidamente en un párrafo de una noticia y se instalan en ella sin que la audiencia se de cuenta de lo sucedido”.
Así pues -continúa Randall- los comentarios solamente constituyen un problema cuando no declaran lo que son. Hay tres tipos de comentarios que se incluyen en las informaciones y en la cotidianidad mediática: declarados, encubiertos e inadvertidos. Lo malo de los comentarios encubiertos o inadvertidos es que no son aparentes. El comentario encubierto es intencional y el inadvertido no. Pero los dos desembocan en el mismo lugar recorriendo los mismos cauces y difundiéndose por los mismos medios desde los cuales se emiten informaciones puras. Y, a este respecto, el principal vehículo de los comentarios encubiertos son las palabras tendenciosas, los términos de significado peyorativo, discriminatorio, sexista, excluyente y racista”.
Más allá de cómo termine el asunto de Pelaccini, lo que debería importar ahora a la sociedad ecuatoriana es convertir este hecho en un tema para debatir en lo más profundo este tipo de situaciones y generar actitudes -no reglamentos ni controles policiacos- que sean producto de una severa autocrítica y de un sólido consenso social en torno a un ejercicio responsable y maduro de la libertad de expresión.
Es así cómo se construyen contenidos mediáticos de calidad que, a su vez, generan audiencias de calidad y, en consecuencia, democracias de calidad.