Una tradición artesanal que ha resistido a impactos de la pandemia.
Un combo, una punta y un antiguo radio de pilas son las herramientas de trabajo de quienes se ubican en las faldas del cerro Cojitambo, del cantón Azogues. Los conocidos picapiedreros han resistido una pandemia para mantener su oficio.
En medio del sonido de una cumbia, de la bachata, y si es viernes, de una melodía del recordado Julio Jaramillo o de Aladino se escuchan los golpes contra las piedras.
La música armoniza los espacios de trabajo de cada uno de los picapiedreros que se caracterizan por una carpa, generalmente de color negro, sujeta a una estructura improvisada de palos de madera que les protege del sol y de las lluvias.
Sus puestos de trabajo son desmontables, pues cada lunes a eso de las 07:00 o 07:30, llegan los picapiedreros al pie del cerro, colocan las carpas que las mantienen durante el resto de la semana, hasta que llega el viernes, cuando las retiran para dirigirse a sus hogares y descansar el fin de semana.
Unos comentan que son 30 las personas que trabajan en el sitio, otros dicen que son mucho más, pero en fin todos concuerdan en que es su único sustento para sacar adelante a sus hijos, esposas y padres.
En medio de las piedras están ellos, de edades comprendidas entre los 25 hasta más de los 55 años, vestidos con prendas descoloridas y deterioradas debido al salpicar de las piedras y el polvo que se genera de romper las rocas.
Los picapiedreros de Cojitambo temían que su oficio desaparezca a raíz de la emergencia sanitaria de la COVID-19. Los confinamientos fueron sus peores enemigos para trabajar porque a diferencia de otros oficios, no lo podían realizar mediante el teletrabajo.
“Nosotros resistimos por la necesidad, no hay otra forma de sacar adelante a nuestras familias”, fueron las palabras de Milton Gallegos, quien lleva unos 20 años trabajando en las faldas del Cojitambo. Él recordó que no podía ingresar a la cantera en los meses complicados de la pandemia, y para mantener a su familia tuvo que pedir prestado dinero a sus conocidos o parientes de mejores posibilidades económicas.
Gallegos, de 42 años de edad, ha logrado cancelar una gran parte de las deudas que adquirió en los momentos de confinamiento para alimentar a sus hijos, una de 18 y otro de cinco años de edad. El artesano no quiere que su hijo herede su oficio, prefiere que estudie y se prepare para que consiga un mejor trabajo.
Las faldas del Cojitambo se dividen por una especie de pisos, en la primera planta trabajan un grupo de personas, en la segunda otro, y en la tercera laboran unos pocos artesanos más.
En un área de dos metros cuadrados aproximadamente, José Barragán, golpea las piedras mientras espera que llegue el mediodía para salir a almorzar, y luego regresar a su jornada de trabajo.
José, de 40 años de edad, nació en la ciudad peruana de Chiclayo. Él, quien lleva unos seis años como picapiedrero, llegó al Ecuador desde hace 17 años para trabajar en las plantaciones de caña de azúcar en el cantón La Troncal, donde conoció a su esposa, Lourdes Bravo, oriunda de la parroquia Cojitambo, con quien procreó dos hijos, uno de 15 y otra de cinco años de edad.
“Mi país es demasiado extenso por lo que existe más pobreza e inseguridad. Aquí, pese a la pandemia que vivimos momentos duros por estar encerrados, la situación es mejor”, enfatizó este artesano, que aseguró que el Ecuador le ha dado un hogar y no piensa retornar a su país.
El trabajo de los picapiedreros es difícil, sus manos lo reflejan con cortes, llagas incluso resecas. Ellos conservan una tradición que la COVID-19 no les pudo quitar. Cojitambo/ Azogues.- (BPR)-(I)
DETALLE
En la autopista Cuenca-Azogues, a la altura de la parroquia Javier Loyola, se ubican los talladores de piedras. Ellos compran el material a los picapiedreros para realizar sus obras artesanales.