Si pensar con claridad fuera nuestro estado natural, la vida sería más simple, pero con frecuencia no pensamos: reaccionamos, repetimos, evitamos, y solo a ratos, reflexionamos. Shane Parrish, en su libro Clear Thinking, identifica cuatro sesgos automáticos que sabotean nuestras decisiones sin que nos demos cuenta, no porque seamos torpes, sino porque el cerebro prefiere el camino más corto, no el más sabio.
El primero, es el sesgo emocional, probablemente el más difícil de detectar, porque sentimos primero y razonamos después. Tomamos decisiones por miedo, por rabia, por orgullo… y luego buscamos argumentos para justificarlas, le llamamos intuición o sexto sentido, pero muchas veces es solo un impulso con buena memoria.
El segundo es el sesgo del ego, ese impulso de proteger nuestra imagen a toda costa, el que hace que, en lugar de aprender del error, lo disfracemos. El ego no quiere la verdad, quiere quedar bien, quiere brillar, quiere aparentar.
Luego está el sesgo social, ese que nos lleva a hacer lo que hacen los demás, incluso cuando sabemos que está mal o que no tiene sentido. No es pensamiento, es imitación decorada de consenso, que repetimos para sentirnos parte del grupo.
Y finalmente está el sesgo de la inercia, esa fuerza invisible que nos hace quedarnos donde estamos, aunque ya no tenga sentido, la que hace que prefiramos lo conocido a lo correcto, por ella nos quedamos en trabajos, relaciones o rutinas, porque cambiarlas requiere energía, y preferimos no movernos.
Pensar con claridad, entonces, no sucede cuando nuestros pensamientos están en piloto automático, sino cuando hacemos una pausa, cuando analizamos y reflexionamos nuestros pensamientos, cuando entendemos y controlamos estos cuatro sesgos. (O)