No solo me refiero al disgusto y a la pesadumbre al momento de pensar el mundo, sino fundamentalmente a la tristeza. Una tristeza que de manera implícita se expresa en la incapacidad que tenemos de imaginar un mundo mejor desde una perspectiva alternativa. Es triste pues que intentemos imaginar un mundo mejor usando para ello los medios que han servido para destruirlo, y es triste que no podamos ver eso. Y es triste que existan procesos de apropiación política, de las pocas esperanzas de cambio que aún perviven, para lograr exactamente lo opuesto. De manera explícita, a veces la tristeza se expresa en la aflicción personal. Lo normal de la tristeza, por paradójico que parezca, es expresarse en el placer consumista. Consumo de imágenes y artefactos simbólicos vaciados de sentido, así como de experiencias prefabricadas, estandarizadas, y controladas, que nunca saldrán de lo mismo. Se trata de producir un yo feliz, para poder consumirlo. Las horas que pasamos viéndonos el ombligo en nuestros dispositivos, pueden comprobarlo. Una autofagia que nos permite soportar el tiempo de espaldas al aburrimiento o en el más cercano límite de la angustia. Y de la autofagia pasamos a los fanatismos redentores, ahora articulados a la razón del valor de cambio. La locura es hacer solo lo que se espera que hagamos. La tristeza es también sobria conciencia de la cobardía, y ausencia de una libertad que requiere del valor, no solo como valía sino como valerosidad para cambiar. Pero el ser valiente requiere de nuevos sueños y nuevas utopías. (O)
