
El argumento más conocido para justificar el “realpolitik” es el principio maquiavélico de que el fin justifica los medios. Pero cuando esos medios terminan minando la democracia, alimentando el cinismo ciudadano y profundizando el desapego a la política, es necesario replantear el rumbo. La política, entendida como el arte de construir lo común, no puede seguir reduciéndose al cálculo y la venganza.
El poder legislativo, por mandato constitucional y vocación republicana, debe ser el espacio por excelencia de la representación plural, la deliberación pública y el control institucional. No se trata solo de aprobar leyes, sino de garantizar que la voz de los diversos sectores del país —ideológicos, territoriales, sociales— tenga lugar en un proceso de debate digno y transparente. La humillación pública del adversario, la cooptación agresiva de espacios legislativos y la imposición de lógicas de “todo o nada”, no solo deterioran el clima parlamentario, sino que traicionan la promesa de un nuevo comienzo. La Asamblea Nacional que se autodefinió como “diferente” no puede repetir las prácticas de siempre sin perder legitimidad antes incluso de construirla.
Lo que hoy resuena como victoria —la elección de autoridades legislativas afines al oficialismo— puede revelarse mañana como fragilidad. La historia política ecuatoriana ha mostrado una y otra vez lo efímero que resulta el poder mal cimentado. Las alianzas sin principios, los giros inesperados y la lealtad oportunista terminan cobrando factura, ya sea en las urnas, en la calle o en la incapacidad de gobernar con coherencia. El movimiento oficialista ADN debe saber que la indulgencia recibida por parte de la ciudadanía no es eterna. Dura lo que dura la calma: hasta la próxima crisis energética, la siguiente masacre, o el golpe frío de una economía en contracción.
Mientras la Asamblea no establezca una agenda legislativa clara, urgente y transparente, orientada a las verdaderas necesidades del país —seguridad, empleo, justicia—, cualquier consolidación de poder será apenas una ilusión. Porque cuando la política se transforma en un permanente juego de tronos, lo primero que se sacrifica es la institucionalidad. Y con ella, la esperanza de que, esta vez, las cosas fueran distintas.