El crimen organizado ha encontrado en la minería ilegal un modo más efectivo y hasta cierto punto permisivo para acrecentar su economía criminal.
No se compara el valor de un kilo de oro a uno de cocaína en el mercado internacional.
Bastas zonas de nuestro Oriente, igual de otras provincias, han sido tomadas por bandas delictivas cuyo poder económico, armamentístico, de penetración hasta en los organismos de control, de tener vía libre para importar maquinarias sofisticadas e introducirlas aun a lugares impenetrables, es inconmensurable.
El asesinato de once militares, emboscados por grupos delictivos con nexos con sus similares de Colombia, ha confirmado cuan poderosos son, y, de alguna manera, están sometiendo al Estado.
La minería ilegal, posiblemente ha desplazado al narcotráfico como fuente de enriquecimiento ilícito, dejando tras de sí, contaminación, asesinatos, perjuicio a las arcas fiscales, desplazamiento de comunidades.
La ola criminal sigue indetenible. Si se decomisa una tonelada de droga con destino a Estado Unidos o Europa, sale el doble o el triple. No paran los secuestros, las extorsiones, el sicariato, el uso de explosivos, los asaltos en cualquier lugar.
Ante semejante panorama, el Gobierno envió a la Asamblea un proyecto de ley para Desarticular la Economía Criminal.
Hay una andanada de críticas por considerárselo anticonstitucional, violatorio de los derechos humanos, una “copia” del modelo Bukele en El Salvador, vía libre para el autoritarismo presidencial.
En su fuero interno, los ecuatorianos exigen mano dura contra los grupos criminales, censuran las leyes permisivas, critican a los jueces, se quejan de la poca efectividad del Gobierno, confirman que no se trata de simples bandas delictivas, sufren, migran, lloran a sus muertos, no pueden trabajar en paz.
Ubicándose en el medio de esas dos posturas, vale preguntar, ¿qué mismo? Sólo hay una certeza: la violencia criminal le tiene al Estado por el cuello.