
En política, la boga moderna resalta, a veces hasta a lo irresistible, cuando un joven llega a un alto cargo de elección popular.
Así, siempre se habla del presidente de la república más joven de la historia nacional, del más joven de los presidentes América Latina, del alcalde más joven, del legislador más joven.
Claro, no todos corren con la misma suerte. La inexperiencia política, ni se diga en lo administrativo; la falta de tino y, aunque duela a muchos, la carencia de conocimiento, a no pocos les pasa factura.
Como apunta ahora la comunicación digital, es “tendencia” el caso de aquel asambleísta de apenas 18 años de edad, sorprendido en el hemiciclo de la Asamblea Nacional haciendo dibujos, aparentemente, ajeno al debate instaurado en ese momento.
Su partido lo habrá puesto en la lista, como ocurre casi siempre en la política ecuatoriana, a lo mejor para completarla, para atraer el voto juvenil, o era “popular” en su distrito electoral.
Lo demás “ya es historia”. Posiblemente sea sancionado con la misma pena aplicada a aquel “honorable”, este sí con cuantas decenas de años a cuestas, quien, con megáfono en mano, metió bulla en el recinto legislativo para exigir, según él, se le dé la palabra.
¿Cuán preparados académicamente pueden estar los jóvenes de 18 de años para ejercer como asambleístas, si a esa edad, salvo casos excepcionales, recién intentan ingresar a la universidad?
Menos aún significa relievar el rol de los de más de edad, profesionales, con amplia trayectoria en política, algunos ideológicamente formados, cuyas acciones, intervenciones y omisiones, tampoco les hace merecedores de estar en una curul.
Es hora de reformar la edad para ser candidato a asambleísta, incluyendo algún otro requisito de fondo, no de forma.
Irrita ver a asambleístas leyendo, y mal, sus intervenciones; enredados, mudos, dedicados solo a aplastar la tecla del no o del sí, dibujando o esperando los viernes.