Las llaves quedan en la cerradura

Andrés F Ugalde Vázquez

Ya es hora. Ha llegado, al fin, ese momento que, tan solo cuatro años atrás, se veía lejano como un brumoso horizonte. Sin embargo, el tiempo pasa rápido, más rápido aún cuando la vida transcurre intensa, grata y caótica. Así que aquí estamos, y ha llegado la hora de vaciar el despacho y dejar las llaves puestas en la cerradura. Pero trataré de que no se me cuele la nostalgia, no demasiado al menos. Y en su lugar, haré las cuentas, las cuentas del alma que son las únicas que valen, tratando de cuadrar el saldo, de no mirar los números en rojo.

¿Qué queda atrás? ¿Amigos? Pocos, pero entrañables. ¿Proyectos? Innumerables, demasiados para un periodo. Demasiados para una vida. ¿Tiempo? Si, queda tiempo. Quedan años donde las horas más que transcurrir danzaron, se atropellaron, volvieron sobre sus pasos, se agazaparon y se abrazaron juntas en un gran racimo de tiempo que se ha ido desgranando como una mazorca madura. Anhelos, proyectos ambiciosos, metas cumplidas, sonrisas y la mirada de gratitud en los ojos del prójimo, esa que no tiene precio. Y también quedan los días de lluvia, por supuesto, las traiciones, lo triste de mirar la ambición a los ojos y constatar lo que el poder, por poco que fuera, puede hacerle a quien no sabe su para qué.

Y me llevo, además la certeza de que estuvo bien. Y esto no lo digo como un acto de vanidad, o tal vez sí, solo un poco. No la vanidad de quien se cree un prócer o un ungido de la historia. Lo hago con la humildad del albañil que, plomada y nivel en mano, se enorgullece de los pocos ladrillos que logró colocar en la edificación del inmenso templo social, siempre por construir, porque fueron pocos ladrillos, pero fueron suyos y los puso él. Y lo digo con la certeza de un tipo común, pero decente, que hizo cada día lo mejor que pudo y eso basta para que mañana o el día después, mi hija, mi Sofía me pregunte como fue y yo pueda responderle sin bajar la mirada. Y eso, eso es tanto…