Somos, de alguna manera, occidentales y cristianos. Por eso llama un poco la atención que la venida al mundo de un ser que era oriental hasta en el tipo, según dicen lo sabios, nos haya causado tanto impacto.
Jesús nació en Belén, fue llevado por sus padres, huyendo de Herodes, a Egipto, vivió en Nazareth, murió en Jerusalem, todo nos pone en el Medio Oriente, ¿verdad? La expansión del Cristianismo, temprana y rápida hizo que de Europa pasara a América. Los Evangelios, que debieron predicarse en la época de la colonización, traen una serie de historias entrañables, pero la mayor de todas es la crónica de la Natividad, que tiene su mejor versión en San Lucas, sin duda.
Esa evocación de un pequeñito naciendo en un portal, en el que se guardaban animales, en situación precaria, recibiendo ayuda, tributo y reverencia de gente pobre -los pastores-, otros más bien acomodados, los magos, que de reyes no se habla en las Escrituras, y seres celestiales, que no solo bajaban, de las alturas sino que cantaban en su honor, guiaban las visitas, y seguramente acompañaban a su padre adoptivo, el buen José, y a su madre, una de las figuras más bellas y conmovedoras de los Evangelios, la Virgen María, motivo de inspiración de miles de artistas y escritores, y cómo no, si una belleza sobrenatural -era la madre del mismo hijo de Dios- y una sencillez como las suyas deben haber asombrado al mismo Arcángel mensajero.
Esa historia conmovedora, humana, de pobreza y desplazamiento, ha fascinado a través de los siglos; marcando el signo de ternuras y generosidades que inundaban en épocas más felices, las casas, los barrios, las comunidades.
Ahora no serán posibles los festejos populares que pintaban de fuegos de artificio el cielo de nuestra ciudad y muchas del mundo; las alegres, coloridas y pintorescas procesiones de toda dimensión; los regalos, las comidas familiares o comunales. Nada. Todo es nostalgia y miedo, en este sombrío panorama de la pandemia que no parece cesar jamás.
Pero corazón adentro esa proclama angélica de “Gloria a Dios en el Cielo y Paz a los hombres de buena voluntad”, resonará en nuestro interior y renovará el amor por todos aquellos, cercanos o lejanos, que son destinatarios de nuestro afecto. (O)