La crisis eléctrica también saca a relucir ciertas bajezas, propias de políticos de poca monta, como si sus acciones les sirvieran para ser perennizados en estatuas y placas de agradecimiento.
Queriendo sacar provecho de la angustia popular a causa de los apagones, sobreabundan en las redes sociales los “derechos de propiedad” sobre la ejecución de tal o cual proyecto eléctrico.
Solo les falta adjudicarse el milagro de las lluvias (literalmente), sin las cuales los ecuatorianos pasaremos, como lo estamos pasando, las fiestas de Navidad y Año Nuevo en la semioscuridad, pese al anuncio oficial en contrario, de alguna forma hasta por demás optimista. Si así ocurre, bien por el país.
Unos reivindican algunas obras hidroeléctricas ejecutadas cuando fueron gobierno, aunque obvian los sobreprecios, las coimas y, en algunos casos, hasta las fallas constructivas gravísimas. Por eso, hasta ahora no son recibidas por el Estado.
Otras quedaron a medio hacer, envueltas, asimismo, en entresijos legales y hasta técnicos, cuyo destrabe los gobiernos posteriores no se permitieron corregir, posiblemente por esa manía perversa de no dar continuidad a lo realizado por sus antecesores. Las consecuencias están a la vista.
Claro, se habla de cuanto se hizo; lo contrario, no; mucho peor de lo no hecho a propósito, o de haber prohibido, vía Constitución, la intervención del sector privado, recién corregido mínimamente para congraciarse con una población sufrida.
Las obras, entre ellas las hidroeléctricas, no deben tener padrinos. Fueron hechas con dineros públicos, a costa de grandes endeudamientos externos; algunas, como la represa Mazar, a punta de presión de la región austral, con paros provinciales de por medio. La hizo un gobernante, ahora asambleísta. A lo mejor, ni se acuerda. El poder es para servir, no para querer brillar en la oscuridad; peor si a quienes aspiran a tenerlo, la solución a la actual crisis no les conviene