Asesinato de la infancia

Tenía siete años. No se había desprendido aún de las alas. Volaba y volaba alto sobre el cielo de su México querido. Igual que todos los niños, porque la infancia es ese estado de gracia en que volar es un simple deseo, no hay tiempo y todo es translúcido; tampoco hay muros, y atravesarlos es cosa de un soplo. Cuando le venía en gana, sus manos se hundían en el firmamento, por eso estaban cubiertas de polvo de estrellas, aunque nunca se turbó por verlo, porque estaba ocupada en hacer con la luz un puente de chocolate que llegara hasta el otro lado del mundo o en lograr que el mar cupiera en la palma de su mano. Andaba a cargar sobre sus pequeños hombros, la insignificante y a la vez inalcanzable mochila de sus sueños, que no eran muchos, pero que, para ella eran todo. Soñaba -por ejemplo- me lo contó el viento, ser el colibrí detenido eternamente sobre su jazmín preferido.

Tenía una muñeca de trapo. La pobreza no daba para más. La había heredado de su hermana. En toda la redondez de la tierra, era su suprema fortuna. Pero, para ella, era más que todo el oro junto. A pesar de su poquedad, le llenaba la vida. Conversaban largo y, en las noches, mientras dormían, intercambiaban sueños. Con ella aprendió a hacer magia, por eso cuando en la época de las primeras lluvias cayó el mes de octubre fulminado por un rayo, ella lo revivió en sus manos y se fueron juntos cantando viejas canciones olvidadas.

En su mundo no había fronteras, y sin embargo, todo estaba cerca. Nada sabía todavía de la muerte. Se llamaba Fátima, lo mismo que la virgen mayor de México, su país; así se llamó hasta aquella mañana que la encontraron muerta en lo más negro del basurero. La risa seguía indeleble en su rostro, porque la infancia nunca muere y es la perpetua acusación contra sus asesinos, que tampoco se borra, ni se borrará. (O)

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