Pasos perdidos

Daba la impresión de ser una ciudad abandonada. Y hermosa, por cierto. La descubrí una solitaria noche de lunes que el insomnio convirtió en madrugada. Una noche de pasos perdidos y luna plateada. Los viejos sauces a las orillas de los ríos y el viento helado del páramo galopando por las avenidas vacías. El rumor del agua y nada más. Ninguna voz. Ningún rumor. Nada salvo la hilera oscura de grandes edificios apagados. Miré el reloj: daban casi las cuatro de la madrugada.
Una ancha escalinata al final de un viejo puente me invitaba a la oscuridad. Los pasos clarísimos en la acústica de corredor durante el ascenso del barranco hasta la solitaria calle de viejos adoquines. Y más allá, un puñado de calles dispuestas en forma de damero. Calles desiertas y silenciosas. Calles estrechas de antiguos balcones y casas muy bellas. Ninguna luz en las ventanas. Ninguna voz interrumpiendo el largo bostezo de la madrugada. Calles de muros conventuales que, de tanto en tanto, desembocaban en pequeñas plazoletas guardadas por la sombra centenaria de antiguas iglesias.
Tres calles de frente. Tres a la derecha. Y de frente otra vez. El parque central, extenso y solitario bajo la luz de la luna. Una sombra enorme recortada contra el cielo azul índigo de la noche profunda. Una sombra maciza y rectilínea. Las torres truncas de la catedral imponente. La puerta altísima. El templo vacío de imágenes inmóviles que se adivina al otro lado de los batientes gigantescos.
Y entonces, sólo entonces, pude sentir todo el horror de aquella soledad total. Infinita. De aquellas calles habitadas solamente por la garúa y el viento. El anhelo por la hora del alba para escuchar las voces de la gente. El canto de las aves y las bocinas de los automóviles. El aroma del pan saliendo del horno. La savia de los pasos poblando las arterias de la ciudad colonial. El rumor del pueblo vivo. Del pueblo despierto. Atento al amanecer… (O)

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