En los últimos días, Ecuador ha sido testigo de cómo la naturaleza, tan hermosa como implacable, ha hecho sentir su fuerza con deslaves que han afectado vidas, caminos y hogares. Las montañas que nos rodean, símbolo de firmeza y belleza, se han convertido en escenarios de tragedia para muchas familias que hoy lo han perdido todo.
Ante este panorama, no basta con lamentar. Se vuelve urgente recuperar el sentido profundo de comunidad. No es solo tarea del Estado brindar ayuda, sino responsabilidad de cada ciudadano tender la mano, donar, escuchar, y ofrecer consuelo. La solidaridad, más que una acción, debe ser una actitud cotidiana.
Los deslaves también nos desnudan como sociedad: nos muestran lo vulnerables que somos frente a la falta de prevención y planificación. Pero sobre todo, nos recuerdan que vivir en este país de belleza agreste nos obliga a estar atentos, preparados y unidos.
Es momento de revisar nuestros hábitos urbanos y rurales, pensar en cómo construimos, dónde sembramos, y qué tanto respetamos los ciclos naturales de la tierra. La memoria de quienes han perdido sus hogares no puede quedar sepultada entre lodo y olvido. Debe transformarse en acción consciente, en políticas serias y en una ciudadanía vigilante y empática.
Que la tierra, al estremecerse, no solo remueva lodo y escombros, sino también nuestra conciencia colectiva. Porque en tiempos difíciles, el verdadero rostro de una nación se revela en su capacidad de cuidarse entre hermanos. Y en cada acto solidario, florece la esperanza. (O)