Todo inicio de año trae su retahíla de promesas. Las primeras, que por regla general están hechas de buenas intenciones y nos llevan rectito al infierno, son irrealizables, porque las fraguamos en el crisol de las utopías caseras. Posiblemente en un chuchaque negro. Cuando el temblor perléptico que cargamos no se cura ni con una inyección de complejo de culpa b. Es para cuando para alivianar la carga, decidimos someternos a una excelente dieta –la promesa más recurrente- para quitarnos el sobrepeso ganado con los buñuelos, las suculentas carnes navideñas y los repetidos vinos.
No sufran. Ni permitan que la presión arterial se altere. Ni un poquito. La promesa, si dura, no pasará del carnaval, época que el hornado, el mote pata rebosado por el tocino, la fritada, el chicharrón, las morcillas, el dulce de higos, el de duraznos y su inacabable etcétera; sumados al agua carnavalera que es, la que más engorda; porque a su conjuro vienen los (zhumires), que en mitad de la bulliciosa agua de canela, colmada por el azúcar y las naranjillas; son consumidos, uno, tras otro, u otro tras uno, -como se quiera-, que el río crecido de sus calorías, agregadas a las anteriores, derrumban al más pintiparado, es decir a Usted y a mí, sin lugar para la duda.
En el interín, tendremos la boca amarga, porque subirá todo; los aportes al IESS, la edad para la jubilación, los impuestos firmados por Finanzas en letra pequeñita, -miedo es miedo- y, desde luego, bajarán los tabacos, porque así de generoso es el gobierno. Pero, para el momento, nos estarán esperando los dulces de corpus. Aleluya. Y lo más gozoso: se evaporará lo cuántico, porque sus partículas son microscópicas, igual que ciertos políticos. Las promesas no duran para siempre. Solo tendrá que esperar 365 días. Hasta entonces, feliz año nuevo y prósperos carnavales. (O)