Tuve la suerte de tener entre mis compañeros de vida a Oswaldo Larriva Alvarado, quien, pese a la diferencia de edad, me supo ofertar su amistad. Lo conocí de lejos, en la vida pública y por su filiación política e ideológica. Más tarde, por mi compromiso con la prensa, seguí su accionar de concejal, gerente de Etapa, asambleísta, presidente del CEA, gobernador, diputado. En mi estancia por la Universidad de Cuenca, también supe de sus ejecutorias como profesor y Decano de la Facultad de Economía. En todos estos cargos tuvo detractores y algunas acciones discutidas, como es previsible en un hombre público, político y socialista.
En la evaluación final de su obra hay que señalar que pesa muchísimo más su labor positiva sobre sus yerros humanos. Tuvo independencia intelectual, fue tolerante, generoso, amable y con ideas democráticas. Muchas veces buscó la privacidad y el aislamiento, como necesidad de su propia integración. Apreció a la gente y a las cosas no bajo modelos estereotipados sino bajo perspectivas nuevas y abiertas. No fue conformista, tampoco un rebelde estólido, sino que trató de integrarse creativamente a la sociedad. Al final, su mayor esfuerzo lo puso en la lucha contra la corrupción del país y de esta ciudad, como en el caso COOPERA.
La relación con el eximio amigo comenzó por mi actividad periodística y académica. Un buen día me llamó a darme informaciones confidenciales de los entuertos de la política y sus agentes, que por ser tales las llevaré a nuestro conversatorio del más allá. En otra fecha me invitó a recorrer los vericuetos caminos del Azuay, uno de ellos la Sígsig-Chigüinda-Gualaquiza, carretera que lleva el símil del mito de Sísifo.
No dudé a esta última invitación, porque también fui un peón en la prensa por reclamar su construcción. Llegamos al Sígsig y avanzamos al Oriente por Cutchil, Molón, terminamos el paso del temible Matanga e iniciamos el descenso del peligroso ventisquero de El Churuco hasta Granadillas, en donde se divisaba “un mundo inédito, umbrío y grávido de misterios, en donde la vida emerge poderosas de no sé qué secreta fuente de imposible identificación ¡Ah! la selva amazónica, ´Esposa del silencio, madre de la soledad´” (La Vorágine, J.E. Rivera)
Este fue el inicio de una amistad más cercana. En varias ocasiones compartimos en su residencia de Barabón, San Joaquín. La última el año pasado, cuando dijo que quería despedir al año con una almuerzo de confraternidad… que nunca llegó a darse. ¡Adiós, amigo! (O )