Cada transformación profunda engendra su neologismo. Si en el siglo XX la palabra totalitarismo nació para definir el proyecto alucinado de Hitler o Stalin, los investigadores Marc Lazar e Ilvo Diamanti han acuñado el término «populocracia» para describir cómo el populismo está transformando la democracia.
El francés Lazar, director del Centro de historia de la universidad parisina Sciences Po y coautor junto al italiano Diamanti del libro «Peuplecratie» («Populocracia»), explica en una entrevista con EFE que con esa palabra quieren designar una nueva realidad: «La soberanía del pueblo ya no tiene límites».
PREGUNTA. ¿Por qué había necesidad de inventar un nuevo término, La «populocracia»?
RESPUESTA: Hemos entrado en una nueva fase de las democracias liberales y representativas tal como las conocíamos en su concepción moderna: el poder del pueblo por el pueblo para el pueblo, pero con una serie de contrapoderes como el judicial o el mediático, que permitían limitar la soberanía popular.
Hoy los populistas afirman que la soberanía popular no tiene límites. La encarnación triunfa sobre la representación. Y la gran novedad va vinculada a las redes sociales, que traen la inmediatez. Todo es urgente, las respuestas son simples.
Por eso, no basta con estudiar los populismos sino comprender el impacto que ya tienen sobre nuestras democracias, porque están cambiando sus fundamentos.
P: Autores como el argentino Federico Finchelstein argumentan que el populismo es el fascismo a través de medios democráticos. ¿Está de acuerdo?
R: No, no pienso que el populismo de extrema derecha pueda ser considerado fascista. Puede haber una cierta continuidad, indudablemente, pero no son fascismos.
Uno, porque no recurren a la violencia física. Dos, no defienden el poder absoluto del Estado. Tres, no tienen una ideología estructurada como los movimientos fascistas. Y cuatro, porque no tienen esa ambición prometeica que tenía el fascismo de cambiar la especie y engendrar un nuevo ser humano; no hay en absoluto esa voluntad totalitaria.
P: Ustedes describen varias formas de populismo.
R: Hay una gran diversidad. Los hay de izquierdas, como en España con Podemos o en Francia con La Francia Insumisa. Son minoritarios, pero están ahí, aunque tengan una gran tensión entre su herencia procedente del comunismo y la del populismo de izquierdas latinoamericano.
De los otros cabría mencionar el populismo regionalista. Hay un componente populista en el nacionalismo catalán. Tenemos ejemplos similares en Flandes (Bélgica) o en el norte de Italia.
Otro tipo es el empresarial. Tuvimos un caso emblemático en Italia con Silvio Berlusconi, o ahora en la República Checa con Andrej Babis, aunque el mayor está en la Casa Blanca con Donald Trump.
Y está el ejemplo único actualmente en Europa, el Movimiento 5 Estrellas, que es un poco todo a la vez.
Para mí el populismo es sobre todo un estilo, aunque a veces tenga formas de ideología.
P: En esta situación, ¿qué futuro le espera a las democracias?
R: La «populocracia» todavía no ha triunfado. En la mayoría de países de Europa Occidental resiste la democracia; en algunos de Europa Oriental están entrando en la etapa siguiente, que es la democracia iliberal, como Hungría o en menor medida Polonia.
La «populocracia» es como el óxido que ataca al hierro. Es una potencialidad, una dinámica. Y la prueba de su avance es que quienes dicen combatirla están obligados a recurrir a un estilo populista, hay una contaminación entre los dos.
P: Algo así es lo que hizo en Francia Emmanuel Macron. ¿Podría decirse que éste es una especie de anticuerpo que produjo el sistema para luchar contra el populismo?
R: Exactamente, es una expresión que se ajusta muy bien. Podemos tomar otro ejemplo, como Boris Johnson. La democracia británica sigue ahí por supuesto, pero él acaba de ganar las elecciones aunque todo el mundo reconozca que ha usado la demagogia, ha provocado, ha mentido… Esto no quiere decir que la «populocracia» haya triunfado en el Reino Unido, pero es una posibilidad.
P: A menudo los populistas se presentan a si mismos como los mayores demócratas.
R: Ésa es la gran diferencia respecto a experiencias populistas del pasado. Los populistas solían ser críticos con la democracia liberal y representativa y querían establecer un régimen autoritario con un poder fuerte. Hoy la mayoría se presentan como los mejores demócratas y acusan a los partidos tradicionales de secuestrar la democracia.
Esa es la gran fuerza actual como argumento y como legitimación del populismo. Son antipolítica en el sentido clásico, porque dicen que todo está podrido y corrupto. Lo que, por otra parte, a menudo desgraciadamente es verdad.
P: Entonces, ¿cabe alguna alternativa?
R: O la democracia es capaz de responder a las cuestiones que nutren el crecimiento del populismo y de reformarse para encontrar nuevas formas de responder a las demandas ciudadanas de mayor participación, ejemplaridad de la clase política y renovación, o iremos hacia un «modelo húngaro» de democracia iliberal.
P: Se refiere en su libro al movimiento independentista catalán como un nacional-populismo. ¿Dónde aprecia esas trazas?
R: En la voluntad de atropellar las instituciones de España y en la afirmación de que es el pueblo el que quiere la independencia. Eso es típico del populismo: nosotros somos el pueblo y el resto supuestamente es hostil al pueblo. Cuando sabemos bien que los catalanes están divididos en dos mitades.
P: Usted lanza una visión ambivalente sobre las redes sociales.
R: Es complicado. Por un lado los populistas han comprendido el enorme potencial de las redes sociales. Las redes transforman la relación del ciudadano con la democracia, y pueden dañarla porque ya no constituyen lo que en griego se llamaba el ágora: no hay una verdadera discusión, nI una verdadera confrontación, vas a buscar lo que refuerza tus ideas.
Pero las redes sociales pueden también aportar a la democracia: hacer deliberaciones, comunicar de forma mucho más amplia, interactuar… Es un verdadero desafío, pero que actualmente es muy bien utilizado por las formaciones populistas. EFE