Las leyes que rigen la vida son sabias. Una de ellas, la del olvido que saca de la memoria muchas experiencias y huellas de información, parece que se vincula con el tiempo y el cambio de nuestros cuerpos con la edad. Cuando niños y jóvenes, tenemos tiernos y frescos los sentidos que nos permiten percibir y guardar con facilidad muchos recuerdos, aunque sea difícil recordar los primeros años de la infancia.
En la madurez requerimos que la memoria nos apoye en tantas circunstancias y sentimos que ella misma se limpia de lo innecesario mediante el olvido que deja espacios para los recuerdos útiles. Cierto que algunos permanecen gravados con fuerza y su huella es permanente, porque marcaron nuestra vida con improntas de alegría, de gozo y felicidad perdurables, o con tristeza, angustia y dolor perennes. Hay unos que están ahí porque su evocación es frecuente y necesaria para sentirnos vivos, pero sí hay otros impertinentes que asoman sin evocarlos y fastidian.
En la vejez el olvido ya no es un mecanismo útil, sino una molestia de la que nos consuela Nietzche: “la ventaja de la mala memoria, es poder disfrutar varias veces de las mismas cosas como si fuera la primera vez” (O)