¿Las ciudades amanecen para la gente, o la gente amanece para las ciudades?
Ellas, las ciudades, en tanto en cuanto un conjunto de casas, edificios, plazas, parques, iglesias, calles, avenidas, están ahí. No importa si es de noche, de día, que llueva o truene; o si es verano o si es invierno, primavera u otoño. Simplemente están ahí.
Diría, más bien, que la gente y las ciudades amanecen juntas. No toda la gente madruga, claro está.
“Enundía”, como pronunciaba mi ahijada Tochis cuando tenía 4 años, noté que la ciudad, poco a poco absorbía a la gente, y como que la gente se dejaba absorber por ella.
La ciudad se despereza con los primeros rayos solares. Por las calles poco a poco rugen los carros, las motocicletas. En ciertos barrios unas rieles, frías y largas, causan cierto tedio.
En ciertas plazas las palomas hacen piruetas en los alares, donde esparcen su basura, y desde donde se lanzan en picada.
A esas plazas llegan vendedoras de empanadas de viento. Las hacen y fríen con una parsimonia que turba.
La gente, asimismo, poco a poco, arropada, enternada, a prisa o lentamente, comienza a “engullirse” a la ciudad.
Los burócratas, celular en mano, ingresan a sus oficinas; unos escolares llegan atrasados a sus planteles. Más temprano los lustrabotas llaman a sus primeros clientes, los canillitas ofrecen el periódico. Los cafés, ahora instalados hasta en los callejones, tientan con su aroma. Unos “gringos” salen de unas hostales baratas.
En una iglesia, pordioseros, extranjeros “chiros”, jóvenes trotamundos -los noto que no se han bañado por algunos días-, vendedores de fundas para la basura, tras oír misa hacen fila para tomar el desayuno ofrecido por manos caritativas, pero que no quieren identificarse.
Uno de esos trotamundos, un joven venezolano, no se cansa de alabar a la ciudad, a su gente “de buen corazón”.
“Mire pana. Cuando tu te mueras no te llevas nada: ni el carro, ni las joyas, ni el dinero, pero sí el corazón de la gente. Y a mí me encanta conocer a la gente de otros países, de otros pueblos. Esa es mi vida”, dice ante la mirada aprobatoria de dos jóvenes: una española, otra colombiana, cuyos ombligos son visibles y eructan a morocho.
Son las 09:00 y recién algunos comercios comienzan a abrir sus puertas. En otros, el día inicia baldeando las aceras cuya agua jabonosa arrastra caca de las palomas y puchos de tabacos, o colocando maniquíes a un costado de las puertas.
A esa hora el tráfico vehicular ya es un hormigueo. Entonces como que la ciudad ruge. Y rugue por las aceleradas, por “la pitadera”, por el estacionamiento repentino, sobre todo de los taxis, por los rebases inoportunos, y de vez en cuando por las “malas palabras” entre choferes o de estos contra un peatón despistado. Y también a la inversa.
Las aceras son otro hormigueo. Una especie de hormigueo. No faltan ahí los ambulantes que ofrecen desde frutas hasta jugo de coco y pedazos de coco.
Los transeúntes: unos van, otros vienen. Los más, adosados a sus celulares. Se los ve curcos, despistados. Me paro, a propósito claro está, en la dirección que viene un joven, seguramente chateando, y quedamos a punto de chocarnos. Me “rebasa”, y como si nada continúa su camino.
¿Sucederá lo mismo, justo este momento en otras partes de la ciudad, en otras ciudades del mundo? Camino haciéndome esta pregunta. Mientras lo hago atisbo en un café a tres damas sumergidas cada una en su mundo, en el mundo que lo tienen en sus celulares. Pero ellas, entre sí, están en silencio.
En una acera del frente, un hombre de no menos 70 años, totalmente encorvado, lleva dos bolsos. Casi que los arrastra. Tiene los ojos enrojecidos y una espesa barba.
En la parada del bus, la gente que lo espera, habla de todo. Otra está callada. Oigo conversaciones sobre enfermedades, de malos vecinos, de que no hay trabajo, del calor “que como nunca antes hace” en la ciudad.
En la parada de más allá otros chismorrean. Una señora refiere a otra que su vecina está en SOLCA; un hombre mira la hora en su celular y algo balbucea; un niño pide a su madre que le compre un helado, pero es halado del brazo y con inquisitiva mirada.
Otros, extraños entre sí, apenas se miran; otros lo hacen al cielo. De pronto, alguien apretuja su cartera; a otro veo que con otro se lamenta de que en el año que terminó no le fue tan bien.
Mientras tomo nota, leo que en mi vieja libreta de apuntes algún día he anotado: “Casi todas las personas viven la vida en una silenciosa desesperación”: David Thorean, escritor y filósofo idealista.
En otra calle de la ciudad, una música suena entre rara y melodiosa. Es la marimba. Quien la toca es Kisú, un colombiano negro que se ha ubicado en la acera en busca de unas monedas.
Tiene cara de poco “parcero”. Ha de ser mi impresión, me corrijo. Es que apenas balbucea su nombre. Es que está dedicado a su instrumento.
Entre el “chic, chic, chic” de las monedas que la gente le va depositando, asoma Deybis. Un mulato que dice ser venezolano, que junto a su mujer e hijo vivió algún tiempo en Perú.
Dice ser chofer de tráiler. Alaba a los peruanos por el modo de trabajar: rápidos, ágiles y sin mirar al reloj.
Dice que preguntadas las mujeres peruanas, que si así de rápidos son los peruanos en sus relaciones íntimas, le revelaron que sí.
Y así, entre carcajadas, me cuenta la desgracia que vive su país, y me repite que él es “maracucho” porque es de Maracaibo.
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Es ya medio día en la ciudad. Estoy en una iglesia rodeada de ramos de flores y de rosas. El sol es despiadado a esa hora. Unos hombres “ya pasados de años” adormecen apoltronados en los asientos de la pequeña plaza, unos extranjeros casi que también. Las rosas y las flores son rociadas con agua para evitar que se marchiten.
Un hombre da vueltas ofreciendo una especie de farolitos que semejan a una iglesia, pero nadie “le para bola”; otro ofrece pomadas de mariguana para los huesos; una niña acaba de pincharse el dedo con la espina de un cactus.
De pronto, oigo una voz roncona y lenta que dice que la gente “tiene ideas peregrinas sobre Dios; que Dios no es castigador; que Dios es amor”. Es el sacerdote que a esa hora oficia la misa.
Vivo en la ciudad más de 30 años, pero nunca he entrado a esa iglesia. Me consuelo pensando que si como dice el sacerdote que Dios es amor, Dios ha de perdonarme.
Oigo -la ciudad es para oírla- una voz que dice: “Pana, me va bien. Si te lo propones, si lo pides con fe, Dios no te abandona”. Es Pedro, otro venezolano, que dialoga con Segundo, un guardia de seguridad privada.
Me “meto en la colada”, y Pedro, alzando sus brazos perfectamente tatuados, me detalla sobre su negocio de vender sombreros de tela, tipo vaqueros, que los trae desde Quito; reniega de sus connacionales que piden caridad en la ciudad, así como de los que delinquen “y nos hacen quedar mal”; que se “cabrea” cuando los municipales persiguen a los informales, y más todavía cuando les decomisan lo que venden, ignorando que les quitan “el pan del día para la familia”.
.- “Soy de Maracay” ¿Entonces eres “maracucho”? “No, “maracuchos” les dicen a los de Maracaibo; soy de Maracay”.
Comienza a irse no sin antes revelarme que le afecta su “manqueadera”, porque tiene el un pie más corto que el otro.
Entre gritos de “controle su peso”; de “lleve el palo santo”, la gente cruza una
casi vacía plaza en cuyo alrededor los albañiles que buscan trabajo, arrimados a las paredes de las casas barajan las horas esperando que se cristalicen sus esperanzas.
Una vendedora de espumilla me dice que el veterano que acaba de sentarse de medio lado es don Marco. Luce cansado. Todo artilugio que vende lo vende a un dólar. Y por eso lo llamo “el hombre de a dólar”.
Otra vuelta, y en una esquina la gente, sí, siempre la gente, “engrasa” su hígado comiendo embutidos y empujándolos con coca-cola, mientras en la acera de a lado una familia venezolana, chupete en mano, implora unos centavos.
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El ir y venir, el entrar y salir, el bullicio y el silencio, la elegancia y lo humilde, los rostros para todo gusto y las distintas formas de caminar, de mirar incluso, parecen ser –son- el pulso de la ciudad, de la ciudad que amanece relajada, que se agita entre las 9.30 y las 15:30, que luego vuelve a relajarse, y es casi imperceptible en las noches, ni se diga durante los domingos, días en los que se convierte en casi un misal.
Apenas toco ese pulso, compruebo que la iglesia grande, cuya imponencia obliga la mirada hacia el cielo, nunca está vacía. Ingreso. Oraciones gesticuladas para pedir –cuando no-, para agradecer, a lo mejor para arrepentirse, apenas son imperceptibles.
De ese templo sale una mujer toda ella bien vestida, mira de reojo a un pordiosero, igual a una venezolana que, sentada en el piso frío pese a su avanzado estado de embarazo, le ofrece un chupete, pero meneándose sobre sus tacones altos se va de largo.
Fuera. Una mirada fotográfica permite ver una plaza grande en cuyas bancas los jubilados se cuentan sus historias, a ratos pronunciando unas “palabrotas”; otros medio dormitan; unas cuantas gentes como que esperan a alguien; un indígena, descalzo y cuya camisa ya es un harapo, igual su sombrero, intuye que nadie quiere sentarse a su lado.
Ah, y no faltan las fotografías, la chupadera de helados, la saboreada de espumillas, la risa, solitos, de la gente moneando su celular, mientras al frente, personal de un restaurante retira platos de comidas, caras las más, a medio terminar.
Son las 16:00. Ya da hambre. Hay que volver a casa; pero la ciudad, Cuenca para más señas, sigue allí, eternamente allí. Al siguiente día, como en casi todas las ciudades del mundo, las escenas serán las mismas. La ruleta de la vida. De la gente. (F)
Por Jorge L. Durán Figueroa
Redacción El Mercurio-Cuenca