Texto: Ramiro Urgilés Córdova
“Todos somos payasos” Joker
Las grandes películas —especialmente a partir de la labor de directores como Kubrick y Hitchcock— logran superar la disyuntiva que se presenta entre la posibilidad de comunicar un mensaje crítico, genuino y artístico o conseguir ser rentables para la industria cinematográfica estadounidense, en ese sentido resulta curioso que Joker —una cinta de la que poco se esperaba y que mucho ha entregado— se convirtiera en pocos meses en una de las películas más taquilleras de la historia (la cinta ha recaudado más de mil millones de dólares en los cines de todo el mundo) y que a la vez es el reflejo nítido de una sociedad híper-industrializada en la que el individuo —masificado y reducido hasta la mínima expresión— es castigado y sometido por el poder hasta que la extenuación existencial y el resentimiento produce la rebelión.
La magistral actuación de Joaquin Phoenix —que lo hiciera merecedor del Oscar— la banda sonora dulce, dramática y a la vez trágica, junto con la textura cálida de los fotogramas son los elementos que permitieron que Todd Phillips consiga popularizar la fórmula existencialista empleada con gran rigor en la literatura europea de la segunda posguerra por autores como Jean Paul Sartre y Albert Camus. En este tipo de relatos el individuo se encuentra atravesado por lo que Erich Fromm denominaba soledad moral, una estado psicológico en el que las facultades creadoras del hombre se ven reducidas al consumo, la orgía de significados y la queja frente a una sociedad que le resulta ajena y en la que el que el gigantesco monstruo capitalista que los propios individuos sostienen y adoran con fervor, se convierte en un gigantesco panóptico que vigila, controla y determina toda posibilidad de actuar humano.
De esa forma Arthur Fleck (Joaquin Phoenix) representa al individuo frágil y agotado, al pos burgués promedio enfrascado en un empleo inútil y carente de sentido, al habitante (extranjero siguiendo a Camus) de los estados sociales de derecho en los que las contradicciones sociales erigen clivajes que separan a las personas y establecen individuos de primer y segundo orden en función de su interacción con los medios de producción. En definitiva Arthur es el payaso que encuentra en la locura el último acto de liberación, en ese sentido la risa es el mecanismo más remoto y menos insospechado de comunicación, la risa permite la ruptura de las cadenas mediáticas (show de Murray) que impiden un encuentro con el otro, aquel que se encuentra ausente y mediatizado, la risa funda y destruye, arremete y se rebela en contra de los factores reales de poder.
A lo largo de la cinta el drama se constituye en la argamasa artística que permite presenciar la muerte de los grandes dioses y su reemplazo por el poder monetario (representado por Industrias Wayne), sin embargo frente a la impotencia del capital para brindar soluciones a los grandes problemas meta- históricos del ser humano el caos se convierte en de una ciudad que se derrumba desde sus células primarias, es así que la figura del antihéroe (el nacimiento simbólico de Joker) juega un papel primordial al cubrir la necesidad de un emblema que brinde esperanza a las capas más oprimidas de la sociedad a través de la rebelión.
Por todo ello puedo afirmar que el éxito de Joker no se puede atribuir simplemente a la popularización del comic entre los más jóvenes o las millonarias campañas de marketing de las productoras cinematográficas, sino más bien al modelo de individuos que producimos como colectividad: seres incapaces de generar soluciones ante las tragedias que rodean el mundo —desde la guerra en Siria hasta el cambio climático y la superpoblación en China—, millennials fatuos embebidos en congresos híper-burocratizados, progresistas carentes de sustento espiritual que se debaten en un vacío fondo social en busca de lo que Alain de Benoist denomina procura de identidad, intelectuales resentidos y masas enardecidas en el silencio de lo estéril.
Al analizar Joker y contrastarla con la realidad de nuestro mundo es posible realizar una analogía con una metáfora propuesta por el filósofo Kierkegaard, contaba el maestro que una vez sucedió que en un teatro se declaró un incendio entre bastidores, el payaso salió al proscenio para dar la noticia al público, pero este creyó que se trataba de un chiste y aplaudió con ganas; el payaso repitió la noticia, los aplausos eran todavía más jubilosos, así creo yo que perecerá el mundo, en medio del júbilo general del respetable que pensará que se trata de un chiste.
Kierkegaard murió antes de que las grandes sociedades cayeran, pese a ello nosotros somos usufructuarios de un modelo colectivo, por no decir peripecia —especialmente en Ecuador— en la que todos somos payasos, presos entre los grandes poderes visibles e invisibles, hojas secas que surcan los vientos del capitalismo del siglo XXI, payasos que esperan un mesías político —en especial frente a las elecciones venideras— y que lamentan la situación en la que se encuentran, payasos en un país híper- abundante en recursos en el que pese a todo el drama (o más bien comedia) y la paradoja atraviesan la realidad histórica de un país que todavía no se acaba de formar.
Es así que Joker es una película cargada de polémica, pero por sobre todo de verdad, puede tener varias interpretaciones hay que reconocerlo, sin embargo su función principal es la de proponer problemas antes que soluciones y que deja una enorme incógnita en relación al esquema colectivo que debemos emprender, en una época en la que parafraseando a Boaventura de Sousa Santos es tan difícil imaginar el fin del capitalismo, como imaginar que el capitalismo no tendrá fin.