Y, una vez más, taita carnaval baja del cerro. Entra en las casas en las que la mesa dispuesta excede toda fantasía. Allí está el chancho horneado, el dulce de higo, el mote pata. Taita Carnaval danza en Pillaro, en el Azuay, en Guaranda. Juega con la mashca y se confunde con las pompas de la espuma importada. Baila el pueblo y disfruta en la única celebración al alcance de todos los bolsillos. Se alcanza a la vecina con el balde de agua y la maicena. La cosmovisión andina se mezcla con las costumbres importadas, sin embargo, el carnaval prevalece. Es la fiesta de la familia. Allí están los abuelos, las tías y el grupo más íntimo para olvidar las penas y sonreír a la vida. El trago humedece las gargantas en tanto el frío se hace presente en el castañear de los dientes. Un escalofrío recorre estos recuerdos y volvemos, otra vez, a caminar entre saudades. Hoy el carnaval se aleja entre comparsas inexistentes. Tan solo queda la ciudad desierta y en los grupos familiares insistimos en celebrar una fiesta entrañable para la que no existen muchos adeptos. Al fin y al cabo, esta costumbre ancestral lentamente se pierde en la globalización y deja paso a nuevos rituales desconocidos y ausentes de identidad. A pesar de todo gritamos ¡Agua o peseta, amigo lector! porque el carnaval siga entre nosotros y nos ofrezca su riqueza, generosidad y alegría. (O)
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