La orden es permanecer en casa, pero para miles no hay en estos días un lugar seguro. Los inmigrantes no tienen muchas opciones: unos están atrapados en la pobreza del país al que llegaron, otros quedaron a medio camino en su travesía y muchos más están detenidos.
De Suramérica a Estados Unidos se multiplican las historias que revelan la indefensión de los inmigrantes -también de desplazados- que, a la batalla por su supervivencia diaria, suman la angustia de la pandemia del coronavirus, que ha obligado a clausurar fronteras y que los convierte en señalados como posibles «focos» de la enfermedad.
DE VENEZUELA A LAS CALLES DE BOGOTÁ
«Llevo una semana en la calle. Estar sentado aquí y que pasen los policías y nos corran (saquen) no es lo mismo que tener una habitación y estar protegido de verdad ante el coronavirus», señala a Efe Michel Briceño, uno de los migrantes venezolanos que ha pasado los primeros días de la cuarentena en la fría intemperie de Bogotá.
Junto a familias sentadas en la acera con sus pocas pertenencias, después de haber sido desalojadas, Briceño espera la llegada del virus en las calles del barrio de Santa Fe, en el centro de la capital colombiana, conocido por ser una zona de prostitución, hoteles sin ninguna estrella y posadas «pagadiarios».
Colombia tiene el mayor número de refugiados y migrantes venezolanos, unos 1,6 millones, un tercio de los casi cinco millones que huyeron de su país en los últimos años, según Naciones Unidas; y el 58 % está en situación irregular, estiman las autoridades migratorias.
Organizaciones humanitarias y asociaciones de migrantes han denunciado que los hoteles y posadas están desalojando en Bogotá a decenas de familias que no pueden pagar el arriendo de sus habitaciones, porque la cuarentena del COVID-19 ha congelado la economía informal y sus trabajos.
Con el aislamiento ha desaparecido toda actividad económica de la ciudad, salvo las esenciales, y quienes vivían de trabajos informales o callejeros han perdido todo sustento.
Ante esta situación, muchos no pueden abonar entre los 15.000 y 25.000 pesos (entre cuatro y seis dólares) que cuesta una habitación por día, una fórmula a la que se acogen al no poder permitirse un alquiler mensual.
Así, las posadas no los aceptan por falta de dinero, pese a que la alcaldesa Claudia López expidió un decreto que prohíbe su desalojo.
«Desde que empezó esto llevamos tanto tiempo sin trabajo, sin cenar, sin almorzar; como puro pan, sin salchichón», lamenta Briceño.
«MORIR POR EL VIRUS O MORIR DE HAMBRE»
También se ha quedado sin trabajo por la cuarentena Andrea López (nombre ficticio), integrante de la Unión de Trabajadoras Afrocolombianas del Servicio Doméstico (UTRASD), al igual que le ha ocurrido a muchas de sus compañeras.
«Si esto se alarga tenemos dos opciones: o morir por el virus o morir de hambre», lamenta López.
«Cuando cerraron las escuelas y los parvularios dejé de trabajar, no podía dejar solas a mis hijas -explica-. Mi jefa me dijo que ya había encontrado a otra mujer para el servicio y dejó de llamarme».
Esta desplazada por el conflicto armado interno que desde hace más de medio siglo sufre Colombia narra a Efe por teléfono su situación desde Soacha, que forma parte de los cinturones de miseria que rodean Bogotá y donde el 36 % de la población está en la pobreza extrema.
Soacha es uno de los municipios con la densidad poblacional más alta de América Latina, con 290 personas por kilómetro cuadrado; y se convirtió en refugio para más de 56.000 desplazados por el conflicto colombiano y para 30.000 migrantes venezolanos que huyeron de su país en los últimos años, según la alcaldía local.
LA ANGUSTIOSA ESPERA EN MÉXICO
A miles de kilómetros de Bogotá y muchos más de su Brasil natal, Carlos es otra de las caras de la angustia de los inmigrantes que buscan un futuro en otros países.
Es fin de semana en la ciudad mexicana de Ciudad Juárez, limítrofe con EE.UU., y de lo único que este inmigrante habla es de la incertidumbre que se ha apoderado de él y de sus compatriotas brasileños que esperan su cita con las autoridades migratorias y la justicia al otro lado de la frontera, en El Paso (Texas), para tramitar su asilo en el país vecino.
«La parte más difícil fue cuando no nos dieron permiso para hacer una entrevista y nos dijeron que teníamos que volver a México y esperar a la audiencia, que estaba prevista para el día 21 de abril. Fue muy difícil porque no tenemos conocimiento de Ciudad Juárez», comenta a Efe Carlos, que prefiere dar solo su nombre de pila por temor a represalias.
Mientras dura la espera, convive con su esposa e hijos junto a otras siete familias brasileñas y decenas de migrantes llegados en su mayoría de Guatemala, Honduras e incluso Ecuador.
Son más de un centenar que se aloja en el albergue cristiano El Buen Samaritano, en una de las zonas más violentas de Ciudad Juárez, y aunque agradecen la atención recibida, tienen miedo de COVID-19.
«Las personas nos hospedan aquí, nos apoyan, pero ahora con el coronavirus estamos más vulnerables, porque no tenemos medicina ni médicos preparados para atendernos aquí. Y tenemos que pagar médicos y no tenemos condiciones», se queja Carlos, quien lleva ya más de mes y medio en México.
SIN MEDICAMENTOS NI PAPEL DE BAÑO
Las condiciones de salubridad están lejos de ser las mejores y el desabastecimiento de artículos, como medicamentos y papel de baño, es algo cotidiano desde el pasado 11 de marzo, cuando el brote de COVID-19 fue declarado pandemia por la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Carlos es uno de los afectados por el programa «Permanezcan en México», que permite al Gobierno del presidente estadounidense, Donald Trump, devolver a ciertos solicitantes de asilo a su vecino del sur, con la connivencia de este país, que alegó «razones humanitarias» para aceptar este plan activado a finales de enero de 2019.
Desde entonces, se estima que más de 60.000 migrantes han esperado en ciudades fronterizas mexicanas -algunas de ellas tan violentas como Ciudad Juárez o Matamoros- su turno para ser atendido por las autoridades estadounidenses, que deciden su futuro.
Y esta situación puede empeorar aún más, después de que México confirmara en marzo que recibirá a los migrantes centroamericanos que EE.UU. decida regresar de inmediato a sus fronteras sin tramitar su solicitud de asilo debido a la enfermedad.
«Nuestra situación es muy difícil aquí, todavía más ahora con el coronavirus», dice Carlos, de unos 35 años, que salió de Brasil, porque «no es país bueno para vivir». «Nos sentimos muy vulnerables aquí en México, y también en la ciudad de Juárez, que es una ciudad un poco complicada».
¿DELITO? HABER PEDIDO ASILO
EE.UU. es la meta, pero también puede ser el comienzo de una pesadilla, y de eso pueden dar fe decenas de venezolanos que, ahuyentados por la crisis en su país, llegaron anhelando el asilo y han terminado entre rejas.
Jasmín Cabrera y su familia tuvieron que salir casi con lo puesto de su casa en Maracaibo (Venezuela), después de que en agosto pasado funcionarios entraran en su domicilio en busca de su marido, Julio Núñez, docente de profesión, que había dejado su puesto en un instituto técnico, porque, entre otros motivos que explica a Efe su esposa, lo obligaban a acudir a marchas oficiales.
Justo en el momento del operativo Núñez no estaba en casa y consiguió escapar, aunque su mujer y su hijo fueron golpeados.
Temerosos de sufrir represalias por denunciar lo ocurrido, esta familia de cinco integrantes decidió huir a Colombia y de allí partir hacia EE.UU.
Su salida hacia este país los dividió: Mientras que Jasmín y sus dos hijos llegaron en avión sin problema a Fort Lauderdale (Florida), al disponer de visado de entrada en EE.UU., y de ahí se trasladaron a Georgia; Julio atravesó ilegalmente desde México, ya que su visado llevaba cancelado desde 2018, y lo hizo por Rio Grande, en Texas.
«Él viaja el 27, y el 29 (de agosto de 2019) ya estaba en Texas detenido», relata con muchas «lagunas» Cabrera, que es diseñadora de moda y a quien todavía le sorprende que su esposo se atreviera a cruzar en balsa.
En estos siete meses Núñez ha pasado por centros de detención en Texas, Misisipi y Luisiana -donde permanece- y actualmente a la preocupación de Cabrera por el arresto de su marido se añade la expansión del coronavirus.
«Ahora con esta pandemia, me preocupa. Yo creo que estoy yo más preocupada que él, porque mi esposo es asmático», admite Jasmín, que asegura que su esposo ha desarrollado además hipertensión.
De acuerdo a datos proporcionados esta semana por el congresista por Texas, Joaquín Castro, hay cuatro casos confirmados de inmigrantes bajo custodia estadounidense con coronavirus, y cinco empleados de Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE, en inglés) que han dado positivo en las pruebas.
CASI 6.000 DEMANDANTES DE ASILO DETENIDOS
A fecha del 28 de marzo, ICE tenía en sus manos a 5.991 extranjeros detenidos con un reclamo de persecución o tortura en sus países, es decir, que estaban arrestados mientras se tramita su asilo en EE.UU.
Brian Fincheltub, director de Asuntos Consulares de la representación diplomática del opositor Juan Guaidó ante EE.UU., indica a Efe que hasta la semana pasada se contaban 733 venezolanos detenidos en este país, 150 de ellos por causas criminales.
«Todos al final están escapando, algunos por persecución propia y otros porque no tienen qué comer y sus hijos no pueden estar seguros en el país», apunta Fincheltub, quien destaca que, sin embargo, EE.UU. considera que quienes ingresan sin visado «están cometiendo un delito».
El marido de Cabrera lo ha podido comprobar en sus carnes y está pagando «la cuota más fuerte de sacrificio» para que su familia esté a salvo: «Déjenlos salir, dejen que nuestros familiares se reúnan con nosotros», clama esta inmigrante, que ve un futuro incierto sin su esposo, al que le han denegado la fianza y el asilo. EFE