La tierra en que vivimos, está más afectada por el egoísmo, la codicia, la corrupción y la insolvencia moral, que por cataclismos naturales.
Vivimos inmersos en un mundo materialista, guiados por el hedonismo y el individualismo; al consumo y a la rentabilidad se considera los supremos valores humanos.
Continuamos viviendo en una época de oscuridad, con un industrialismo incontrolado, un exceso de pensamiento analítico; somos víctimas y prisioneros de una inexorable pasión por la cantidad, se ha llegado a un punto de enloquecido desarrollo, de pautas ajenas a las necesidades orgánicas.
Lo que se considera progreso en los países desarrollados, es apenas una sombra de la ilusión, e hipocresía, aunque trate bien a algunos, no deja de ser por eso hipocresía; vengan de donde vengan el fraude y la codicia, no cambian su naturaleza, ni los crímenes se transforman en virtudes caminando sobre palacios o rascacielos.
Con la llamada globalización, a sangre y fuego, se nos impone enseñanzas, costumbres y supersticiones económicas, esto constituye una esclavitud, aunque pinten su rostro y disfracen su voz. La esclavitud permanece como esclavitud, aunque se intitule “democracia” en unos casos o “revolución” en otros.
Los inventos y descubrimientos son sólo para diversión y confort del cuerpo. La conquista del espacio, de las distancias, la victoria sobre los mares y los cielos son falsos frutos que no satisfacen el alma, ni alimentan el corazón, peor elevan el espíritu, pues se hallan lejos de la naturaleza.
Entre todas las cosas de la vida, personalmente considero que hay una sola que deslumbra, que merece todo nuestro sacrificio, amor y nuestra mayor dedicación, especialmente en los actuales momentos de profunda crisis humana y terrorífica pandemia, esto es EL DESPERTAR ESPIRITUAL; este despertar emerge de la profundidad del corazón, tiene un poder irresistible que desciende sobre la conciencia del hombre, le abre sus ojos y le hace ver la vida, poniendo al hombre de pie entre el cielo y la tierra, y ningún poder en el mundo, ni el coronavirus puede destruirlo, pues es un fuego que purifica el corazón y el cerebro, rebelándose contra todos los obstáculos. La verdadera luz en todo su esplendor se proyecta en nuestro interior, para permitirnos descubrir lo más grande, lo más valioso, lo incomparable que existe entre nosotros: la espiritualidad. (O)