Un alboroto de pájaros me despertó una mañana de cuarentena, asomado a la ventana de mi dormitorio presencié, distraído, a los mirlos en el árbol de higo, eran tantos y en tanto movimiento que desistí contarlos, pero me llamó la atención una pareja; el uno posado, con tanta gracia, en el alero del garaje y el otro que iba y venía con pedazos de higo en su pico para ofrecerle “boca a boca”. Mi sombra en la ventana, parece, les alertó; giraron, me miraron, me ignoraron, volvieron a girar y siguieron con los higos.
Esta escena se repite por las mañanas, al medio día y de tarde; llegan para ser alegría, premonición y enseñanza también; no rompen ramas, cada uno busca su higo, los maduros, lo encuentran y comparten, comen hasta saciarse; no disputan ni pelean, satisfechos posan en las ramas, se espulgan, limpian sus picos, miran a mi ventana y se van; algunos llevan trozos de higo en sus picos, pienso en sus polluelos en los nidos. Más allá los picaflores se suspenden de los floripondios, gorriones y horneros disfrutan de los arrayanes, mientras en el césped palomas y tórtolas recogen ligeras; los pájaros se han tomado los árboles, las flores y el césped de la urbanización, nosotros estamos adentro y ellos fuera, nosotros en cuarentena y ellos libres. La Naturaleza está libre de nosotros, pienso.
Pájaros y hombres compartimos la misma tierra, el mismo cielo, el mismo sol, la misma lluvia, árboles, flores y frutos, tanta vida que hoy solo miro a través de mi ventana. Estos milagros alados a más de ser alegría y esperanza, también son nostalgia y una lección de convivencia, un motivo de reflexión y una advertencia. Cuando miro sus ojos, creo entender un mensaje de la Naturaleza a los humanos que me llegó en las redes: “No son necesarios. Sin vos, el aire, la tierra, el agua y el cielo, están bien. Cuando regreses, recuerda, que sois mi invitado. No mi dueño”. (O)