Al amanecer, Werner Wolter enciende un pequeño fuego para hacer café. Su pareja y él sobreviven en dos coches destartalados aparcados bajo un sauce a las afueras de Pretoria, esperando a que se relajen las normas por la Covid-19 para buscar algo de trabajo, igual que miles de sintecho en Sudáfrica.
«Hay refugios, pero luego no puedes salir de ellos, están cerrados. Si voy, lo primero que pasa es que tengo aquí mis vehículos y para cuando vuelva habrán sido robados y no quedará nada. Segundo, si yo puedo, trabajo por unos cuantos rands (moneda sudafricana)», cuenta a Efe este sudafricano de 58 años, en el precario asentamiento que ha levantado en la localidad metropolitana de Centurion.
«CRIMINAL» POR VENDER CERVEZA
Allí, entre mantas y toallas colgantes y sobre un jergón tirado en el asiento trasero de uno de los coches, Wolter mata las horas leyendo hasta que toca salir en busca de donaciones o a hacer cosas que ahora mismo le convierten en un «criminal», como vender cerveza que él mismo fabrica con piña para ganarse algún dinero pese a que, en Sudáfrica, comerciar con alcohol está prohibido por el confinamiento.
«Podría mudarme a una chabola si quisiera, pero no puedo porque quiero recuperar a mi hijo y para eso necesito tener un sitio para quedarme, una casa o una habitación (…) Tenía dinero ahorrado, casi lo suficiente antes del confinamiento. Pero obviamente necesitas gastar para sobrevivir y honestamente ya no me queda», lamenta.
Para Wolter, como para decenas de miles de personas en las calles de Sudáfrica y en el resto del mundo, la crisis del nuevo coronavirus es un desafío imposible que se agrava cada día por las consecuencias sociales de la paralización económica.
El miedo abstracto a la Covid-19 -enfermedad de la que Sudáfrica cuenta ya algo más de 11.000 casos, el mayor número entre los países de África- es casi un problema secundario frente al hambre de todos los días.
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Antes, al menos, personas como Werner Wolter se las apañaban para hacer pequeños trabajos de jardinería u otras labores con las que capear la situación.
Pero la lucha contra la Covid-19 y mes y medio de confinamiento duro les ha quitado también esto a los 200.000 sintecho que se calcula que viven en la nación más desarrollada del continente africano.
Esa cifra, de hecho, se queda probablemente ya pequeña si se tiene en cuenta que un viaje de diez minutos por Johannesburgo o Pretoria basta para observar que en los últimos días se multiplicó el número de personas que piden en las calles, que tratan de vender pequeños objetos a los conductores en los semáforos o que rebuscan en los contenedores de basura pese a las medidas de confinamiento.
PEQUEÑAS ONG DE BARRIO, PRIMERA LÍNEA CONTRA LA COVID-19
En Sudáfrica, las dimensiones monumentales del problema de los vagabundos y, en general, de los asentamientos urbanos informales -donde controlar cualquier tipo de brote vírico es casi una utopía– han convertido a las pequeñas oenegés comunitarias en primera línea de defensa contra el coronavirus.
A sólo unos 200 metros de donde vive Wolter, la ONG Centurion Haven of Hope ha construido un refugio improvisado en el edificio que hace normalmente de casa consistorial para el suburbio de Lyttelton.
Allí duermen desde hace 46 días unas 39 personas, pero alrededor de otras 600 dependen de la comida que los voluntarios de la organización reparten.
«Nadie sabe nada. Las primeras dos semanas la gente decía, vale, todo irá bien. Pero ahora, para las onegés como la nuestra, también las donaciones empiezan a ralentizarse porque la gente no tiene ingresos», explica a Efe Tebogo Mpufane, director del refugio de Centurion Haven of Hope.
«Si esto continúa, el país podría colapsar», comenta sombrío.
Mpufane, quien vivió él mismo en la calle durante once años, critica la lentitud con la que el Gobierno sudafricano está respondiendo al problema de la gente sin hogar, a pesar de haber prometido desde el principio habilitar refugios para darles cobijo incluso a largo plazo, garantizando medidas de higiene y distancia social.
«Hay diferentes tipos de gente sin hogar, además. Hay gente que duerme en la calle, por ejemplo, porque de lunes a viernes trabajan y no pueden permitirse ir a sus casas más que en fin de semana. Ahora este problema les ha sacudido, les ha pillado por sorpresa», puntualiza.
«Pero también hay gente que antes no estaba sin techo ahora lo está, y esos necesitan ayuda de los que lo estaban antes, porque ellos saben dónde encontrar las cosas. Es como si la marea hubiera cambiado, pero, al fin y al cabo, la Covid-19 nos ha hecho darnos cuenta de que todos somos iguales», concluye Mpufane. EFE