OPINIÓN|
Tal como lo contaban los abuelos. De color rojo, cuernos, cola y olor a azufre… ¿Qué de quien se trata? ¡Pues del diablo! De aquella entidad del infierno que, de tanto en tanto, sube a la Tierra para acecharnos y, de vez en cuando, sugerirnos algunas buenas ideas. Yo, de chico le tenía miedo, e intentaba dar pelea. No al diablo, sino a mi frecuente mal comportamiento que según la abuela, lo convocaba. Y no había caso. De allí que, como situaciones extremas requieren medidas extremas, decidieron llevarme “a curar el espanto”. Una ceremonia en la que una curandera se vale un manojo de ramas para azotar sin piedad a un infante durante el tiempo necesario para dejarlo mudo de terror durante un par de semanas. Y luego, para destruir la semilla del mal, terminamos en la iglesia de San Alfonzo, frente al lienzo del “Cielo y el Purgatorio”. El mensaje era claro: tenía comprado pasaje al infierno y la cosa se había puesto seria.
Sin embargo, a casi cuarenta años de distancia, debo reconocer que el esfuerzo de la abuela resultó desde todo punto de vista inútil. Sobre todo en el área de la fe y la obediencia, que siempre me han dado trabajo. Y claro, estaba el pecado de la pereza, que es donde el diablo me llevaba una clara ventaja. Cuestión que quedaba cabalmente demostrada todas las mañanas (cuando mentía sin pudor que no había clases) y todas las tardes (cuando mentía sin pudor que no había tarea). Y es que, pensaba yo, si el maligno se había atrevido a tentar al mismísimo Jesús en el desierto ¿Por qué no hacerlo con mi joven espíritu que siempre demandó menos trabajo?
En fin. Demás está decir que a estas alturas del partido, he renunciado abiertamente a mis expectativas de lograr visa al cielo. He debido, en su lugar, conformarme con los sencillos principios del servicio y el deber cumplido. Sin paraísos ni recompensas. Nada más que el sencillo placer de la conciencia en paz. ¿El diablo? Pues francamente ya no creo que exista. Y es una pena. Había empezado a caerme bien… (O)