OPINIÓN|
Se le ve y no. Aparece por instantes. A regañadientes. Y en la mirada se le observa -hasta los ciegos lo ven- el ferviente deseo de que el tiempo pase lo más rápido. Estaría, por decirlo con una rotunda frase popular: “como alma en pena”. Atemorizado. Huidizo. Listo a emprender el vuelo. Desaparece por largos períodos y encarga a sus subalternos que lo representen en los más importantes e indelegables actos públicos; además, por lo que se ve, parecería que sólo le dejan opción para que dé las malas noticias. Sus subalternos emiten opiniones discrepantes y algunos -por el inocultable adulo con que se suele pedir votos- parecen estar en plena campaña política. ¿Quién dirige el paisillo? ¿Estará en una zona fantasmagórica?
¿Dónde está? Vagará perdido entre los cientos de miles de folios que producen las oficinas del palacio presidencial: ratoneras que registran la trágica historia de la susodicha nación. No hay presidente. Pese a que para eso fue elegido, y no por el pueblo, sino por el Consejo Electoral, como aseguran las malas lenguas. Lo cierto es que anda extraviado y no da con el sillón presidencial. ¡Qué mismo!
Alguien menos despistado que yo, recuérdeme cual fue la última aparición pública del personaje cuya presencia resulta harto evasiva. Bueno, permítanme que les haga el siguiente “recorderis”: cuando niños, las empleadas domésticas con tal de que durmiéramos o cerráramos los ojos de “una” -y lo lograban- nos contaban el terrible cuento del “cura sin cabeza”. Aunque ahora resulte más terrorífico saber que mientras el país cae en el agujero más hondo de su agitada historia, quien lo [indirige], sea alguien al que le faltaría -me niego a creerlo- lo que al cura sin cabeza. ¿Será? Si a cualquier ciudadano se le cuenta lo que sucede, el efecto sería el contrario. No volvería a dormir jamás. Ni más. Ni menos. (O)