Menos bosques, más desigualdad y delincuencia y un patrimonio cultural en riesgo. El coronavirus ha fortalecido los históricos enemigos de la Amazonía y ha entreabierto la puerta de un futuro sombrío en la región. Pese a todo, el optimismo prevalece en el mayor bosque tropical del planeta: «Seremos más solidarios».
INVASORES DE TIERRA NO HACEN CUARENTENA
El coronavirus ha interrumpido el trabajo de miles de moradores en la Amazonía, pero no ha conseguido frenar la destrucción de este paraíso medioambiental que se extiende sobre 7,4 millones de kilómetros cuadrados, repartidos en gran parte por Brasil, pero también en zonas de Bolivia, Colombia, Ecuador, Guyana, Perú, Surinam y Venezuela.
«Los invasores de tierra ilegal no hacen cuarentena», alerta a Efe Nurit Bensusan, coordinadora de Biodiversidad de la ong Instituto Socioambiental (ISA).
En plena crisis del coronavirus la motosierra sigue avanzando y la deforestación en la selva amazónica escaló un 64 % tan solo en abril de 2020, comparado con el mismo mes del año anterior. Los pronósticos son pesimistas ante la crisis económica que seguirá a la pandemia.
«En muchos casos, la ilegalidad en la Amazonía, como la minería ilegal o la deforestación, es una consecuencia de la falta de opciones. Las alternativas van a disminuir (tras la pandemia) y muchos se van a ver empujados a la ilegalidad», asegura Bensusan.
Para la ecóloga, el presente ya se perfila «catastrófico» en la selva amazónica y el mañana, advierte, puede ser aún peor.
«Habrá un escenario con menos bosques, más desigualdad, con más delincuencia, más actividades ilegales y menos oportunidades para el ‘pueblo de la selva'», presagia.
En esa línea alzó su voz el alcalde de Manaos, Arthur Virgilio Neto, quien ha lanzado un SOS a los países más desarrollados para salvar el principal «patrimonio» de Brasil, pues cree que la deforestación puede agravarse con la profunda recesión que llegará tras el coronavirus.
A su juicio, si los habitantes de Amazonas adolecen y pierden su renta «no tendrán otra alternativa» que explotar los recursos naturales del bosque, como defiende el presidente de Brasil, el ultraderechista Jair Bolsonaro.
Pero el verdadero problema no reside en los habitantes de la Amazonía y en la falta de oportunidades que el futuro les puede deparar, sino en el «avance del capital sobre la naturaleza», opina el profesor de la Universidad Federal de Pará y presidente de la Sociedad Brasileña de Etnobiología y Etnoecología, Flavio Bezerra Barros.
El capital, advierte, «va a justificarse en el desempleo y en el derretimiento de la economía para avanzar en la explotación de los recursos naturales» y ello con el aval del presidente Bolsonaro, a quienes los ecologistas acusan de estimular la destrucción de la selva amazónica, incluso en la pandemia.
El propio ministro de Medio Ambiente de Brasil, Ricardo Salles, sugirió durante un consejo de ministros celebrado en abril modificar las leyes ambientales y agrícolas aprovechando la crisis del coronavirus, según consta en un polémico vídeo publicado el pasado viernes por orden del Tribunal Supremo.
«Para el ministro de Medio Ambiente, más de 20.000 muertos son una oportunidad», denunciaron diversas organizaciones, entre ellas Greenpeace y WWF.
LA VULNERABILIDAD DE LOS GUARDIANES DEL BOSQUE
Desde que se registró el primer caso en Brasil, a finales de febrero, el virus avanza a paso lento en la Amazonía, donde sus habitantes son ajenos al bullicio de información generado en torno la nueva y aún desconocida enfermedad.El COVID-19 ya se ha adentrado en las aldeas indígenas y en algunas comunidades tradicionales de la región amazónica, como las que habitan la Ilha do Combu, un conjunto de 16 islas situadas en la bahía do Guajará, en el estado de Pará (norte).
Sus más de 30.000 habitantes viven en su mayoría de la pesca, la restauración y el cultivo de açaí, chocolate y castaña, paralizado ahora ante la fuerte caída de la demanda y la interrupción de la llegada de los turistas.
Son los llamados «povos da floresta» (pueblos del bosque), históricos guardianes de la naturaleza que ejercen de «resistencia» ante los invasores ilegales de tierra («grileiros»), madereros y mineros que amenazan la región.
La presencia de estos grupos ha aumentado en los últimos años y se intensificó el año pasado, cuando la deforestación en la Amazonía aumentó un 85 %, su mayor nivel desde 2016. La destrucción de la selva sigue imparable y ni tan siquiera el coronavirus ha sido capaz de frenarla.
«La preservación se puede ver comprometida. Antes de la pandemia contábamos con el acompañamiento de los órganos competentes y ahora esta todo parado. Se están cometiendo crímenes contra la naturaleza», asevera a Efe Challes Telles, un agricultor de cacao y artesano de la isla do Combu.
Pese a la disminución de la fiscalización, los propios habitantes de la comunidad de Combu cuidan y «vigilan» la espesa selva que rodea las islas, un remanso de paz situado a 50 kilómetros de la agitada capital Belém.
Pero el coronavirus, alertan los expertos, puede debilitar la lucha de los centinelas del bosque.
Aunque nunca llegó un test a la comunidad, el propio Telles sospecha que pudo haber contraído el coronavirus en uno de sus viajes a Belém, pues durante 15 días tuvo síntomas compatibles a la enfermedad.
«El COVID-19 se ha adentrado en comunidades y tierras indígenas. Hoy, quien muere con más frecuencia, son esas poblaciones socialmente vulnerables y que no tienen acceso a un sistema de salud adecuado», asevera el profesor Bezerra.
En esa misma línea se expresó Sebastiao Salgado, el célebre fotógrafo brasileño que retrató los problemas de la región. Salgado ha lanzado un manifiesto para pedir a la comunidad internacional que reaccione ante el riesgo de «exterminio» de estos pueblos por culpa de la enfermedad.
EL TEMOR A UNA «TRAGEDIA CULTURAL»
Por ello, el coronavirus puede poner también en jaque un vasto patrimonio cultural que se extiende a lo largo y ancho de la Amazonía, un territorio con una extensión continental comparable a Australia.
«Es posible que vivamos una tragedia en términos de patrimonio cultural de las comunidades tradicionales y los pueblos indígenas que ayudan a proteger la Amazonía», explica el profesor.
Los ancianos y chamanes de las tribus indígenas ejercen como cancerberos de una cultura ancestral transmitida oralmente de generación en generación.
Ellos son la memoria de los antepasados y guardan consigo las tradiciones, los rituales, las recetas de remedios a base de plantas naturales, el idioma y los consejos sobre cómo enfrentar los peligros del bosque.
«Si los ancianos mueren, mueren con ellos una parte de la sabiduría», sostiene.
UN RAYO DE ESPERANZA ANTE UN FUTURO INCIERTO
Pese a los malos augurios, el optimismo prevalece entre muchos de los habitantes de la Ilha do Combu, donde la vida de sus habitantes sigue el ritmo siempre pausado de la Amazonía.
Allí, entre ríos y árboles milenarios, el presente sigue imponiéndose al mañana, un horizonte aún lejano cuando las muertes y casos de coronavirus crecen día a día en todo el país y con especial fuerza en Pará, un estado dos veces la superficie de España.
La pandemia ha frenado el empleo y ha trastocado los sueños de muchos de sus humildes moradores. Pero aún así, muchos ven un rayo de esperanza ante un futuro todavía incierto.
«Tenemos la esperanza que todo mejore y de que las cosas vuelvan a la normalidad para tener de nuevo trabajo y dignidad y poder sustentar a nuestros hijos. Tengo la expectativa de que todo saldrá bien después de esto», admite Telles.
Así lo cree también Raimundo Pimentel Da Roca, un jubilado de 75 años que hasta la llegada del coronavirus seguía recolectando açaí para llevar dinero a casa.
«Había personas que creían que eran dueñas del mundo y eso (la pandemia) ha llegado para afectarnos a todos por igual: pobres, negros, blancos», asevera este trabajador de trazos indígenas y piel curtida por el sol.
«Esto ha sido muy malo para nosotros, pero -auspicia- las personas van a ser más conscientes».
EFE