OPINIÓN|
«Perdido en las transparencias
voy de reflejo a fulgor,
pero no veo al sol», Octavio Paz.
Los misterios como cosas inexplicables están presentes en todos los tiempos y culturas. Son los arcanos enigmáticos, inaccesibles a la razón pero inquietantes.
La gigantesca explosión cósmica que se expande, o la portentosa creación del mundo que evoluciona, encarnan el más grande misterio y no sabemos qué fue ni a donde va.
La secreta urdimbre que entreteje el destino concediendo voces alegres que sonríen a la vida, o esas otras crujientes donde el llanto se desboca y son como gritos de la tierra derrumbándose herida, es un dramático misterio de la teología y la ciencia.
Hay misterios que comprometen la fe: ¡dónde está la tumba de María; será verdad lo del manto sagrado y el santo grial?
Los hay más humildes relativos a la historia y creencias de los pueblos, que
desatan acaloradas discusiones llenando siglos y bibliotecas: ¿por qué, para qué y cómo se construyeron las pirámides de Egipto?, ¿por qué desaparecieron los Mayas?
También hay otros que aluden a poderes inexplicables de personas y de
cosas: el hipnotismo, la imposición de manos, la adivinación, la energía de los imanes y hasta el mal de ojo. (O)