OPINIÓN|
“El tiempo vuela, pero siempre hay algo que se nos queda de tanto y tanto que se nos va», esa frase resonó en mis oídos desde muy pequeña, no sé quién la pronunció, pero atrapa, tiene un sentido filosófico inextinguible.
Hoy hablaré del lugar en que los conquistadores españoles fundaron la ciudad de Cuenca que la habitó una raza mestiza forjada con el pueblo del aguerrido Duma que invoca a la Luna como diosa y madre de los Cañaris, los incas de Manco Cápac concebido por el lago Titicaca deslumbrando a los pobladores de su orilla, con el peto de oro que refulgía en su pecho por los rayos de luz que se proyectaban en él como anunciando “Soy hijo del Sol” y los españoles que palpitaban con el Quijote de Cervantes, soñando con Calderón de la Barca, Lope de Vega, Santa Teresa o San Juan de la Cruz con aquel “No me mueve mi Dios para quererte”…
El paisaje acogedor para la nueva ciudad fue habitado por pueblos soñadores que le dieron diversos nombres según sus vivencias y que siguen marcando tantas y tantas tendencias en su alma colectiva: uno lleno de amor y poesía, Guapondelig que en idioma cañari es igual a llanura amplia como el cielo donde retoza y juega la Luna; Paucarbamba, le llamó el primer conquistador inca, Túpac Yupanqui, que en quichua significa la llanura de flores y de pájaros; uno menos conocido, Panacabamba, atribuido a Huayna Cápac para significar la tierra de la realeza familiar y ese otro, sobrecogedor, Tumibamba como lugar de los cuchillos apodado después de la matanza a los Cañaris ordenada por Atahuallpa que dentro de sí los tuvo como traidores. (O)