EDITORIAL|
Los efectos laborales del COVID-19 son en extremo fuertes, como han sido los de múltiples pandemias que han agredido a la humanidad. Bien está que se tomen medidas como el aislamiento para mitigar sus efectos, pero la situación no puede prolongarse indefinidamente considerando la estructura económica del mundo contemporáneo que se fundamentan en la producción, circulación y consumo de la riqueza. Esta peste no hace concesiones y afecta por igual a países ricos y pobres y dentro de cada país a los que tienen condiciones económicas razonables y a los que viven de modestos ingresos diarios, lo que hace necesario retornar a la normalidad, no de un día para otro, pero sí en un tiempo razonable.
Se dice, no sin razón, que hay que aprender a coexistir con este maligno virus cuya solución científica para superar estos males no está a la vista. Son positivas las medidas de distanciamiento entre personas que se proponen, pero es indispensable que haya suficiente disciplina entre los ciudadanos para cumplirla. A su vez los centros de producción y comercio deben hacer frente a modificaciones superando los hábitos tradicionales que han proporcionado algún nivel de comodidad a todos. La sociedad no es estática y necesariamente está en proceso de cambio; en este caso hay una incitación para acelerarlo, adaptándonos a las nuevas condiciones que, sorprendentemente, no han estado previstas.
Crisis como la presente sacan a luz una serie de limitaciones del ordenamiento social. Si en situaciones críticas podemos encontrar algunos aspectos positivos, la reflexión para introducir cambios es una de ellas La capacidad de los centros de salud ha sido bastante menos eficiente de lo esperado y los Estados deben tomar medidas para salir delante de esta limitación. Es importante que se tomen decisiones para adaptar debidamente progresos modernos como la informática para que se extienda a todos. Los ciudadanos comunes deben reflexionar sobre la necesidad de superar el conformismo y adaptarse a nuevas situaciones no previstas.