Matías Abad Merchán
Para Aristóteles, el ser humano es un animal político. Su capacidad de crear y administrar sociedades, a partir de compartir conceptos morales, son cualidades que -a su criterio- lo distinguen del resto de especies.
Con la evolución y desarrollo de las sociedades aparecen las posiciones de autoridad que, gracias al reconocimiento de la mayoría, tienen el encargo de definir las reglas de convivencia que regirán para todos los miembros. Esta capacidad de unos pocos de tomar decisiones que afectan a la mayoría es lo que llamamos “poder”.
De esta manera, el ejercicio de la política pasa a ser una actividad tan simple como a la vez compleja: se trata de captar el poder, usarlo, mantenerlo, preservarlo y -si es necesario- hasta desaparecerlo.
Para lograr este propósito, los políticos -es decir, aquellos que formalmente han aceptado participar en esta carrera tras el poder- se valen de todo lo que está a su alcance para finalmente investirse de autoridad.
Nuestro electorado es tan ingenuo que incluso ha llegado a normalizar que un actor político, luego de sonados escándalos y problemas con la justicia, regrese a pedir el voto sin ni siquiera inmutarse.
En diferentes momentos de la historia, y desde una visión muy pragmática, Maquiavelo, Bismark y hasta el mismo Churchill concebían a la política como el arte de lo posible. Es decir, que en política no se trata de hacer lo correcto o lo mejor, sino lo que realmente se puede hacer. Este concepto es quizá equiparable con lo que quería transmitir Voltaire al decir que “lo perfecto es enemigo de lo bueno”.
Sin embargo, en el Ecuador la política supera toda lógica y racionalidad para convertirse, más bien, “en el arte de lo imposible”; en donde estos artistas de lo político realizan cosas inimaginables en aras de ocupar el trono de Carondelet.
Unos moldean inimaginables alianzas, antagónicas, incluso entre enemigos históricos. Otros reclutan populares figuras del espectáculo o el deportes con alto potencial electoral. También hay los que se cambian de partido -y hasta de ideología– de una elección a otra para aprovechar coyunturas.
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Nuestro electorado es tan ingenuo que incluso ha llegado a normalizar que un actor político, luego de sonados escándalos y problemas con la justicia, regrese a pedir el voto sin ni siquiera inmutarse. Una y otra vez, hasta conseguirlo.
Para este 2021 se viene un proceso electoral atípico, seguramente también lleno de pactos entre opuestos, de flamantes personajes carismáticos y, sobre todo, de un amplio baratillo de ofertas irrealizables. Esperemos a ver qué nuevas sorpresas nos presentan estos “artistas de lo imposible”.