Bajando de Jerusalén a Jericó yacía en el suelo un hombre asaltado y agredido por ladrones. Pasaron por allí gentes importantes, lo vieron pero continuaron el viaje. Por casualidad, pasó también un samaritano, éste se detuvo, socorrió al herido y lo atendió solícitamente.
Qué interesante, sólo se compadece el que padece, un samaritano, un despreciado, uno que sufre. Frente a la pregunta ¿quién es mi prójimo?, Jesús viene a responder: el amor no es una teoría sino un movimiento del corazón, y sólo al que ha sufrido se le mueve el corazón, se conmueve porque al presenciar el dolor ajeno revive su propio dolor. Éste es uno de los frutos positivos que deja el sufrimiento en quien sufre.
Una gran tribulación hace crecer al hombre en madurez más que cinco años de crecimiento normal. Se oyen con frecuencia estos comentarios: “¡cómo ha cambiado fulano!”, “¡cuánto ha madurado!”, “es que le ha tocado sufrir mucho”.
Cuando todo marcha bien, cuando no hay dificultades ni espinas, el hombre tiende a encerrarse a sí mismo para saborear sus éxitos. Sus logros y satisfacciones lo sujetan a la tierra y le resultan como altas murallas que lo encierran en sí mismo sin darse cuenta de que esas murallas lo defienden pero también lo encarcelan.
Leonardo da Vinci afirma que la sabiduría nace de la experiencia cuando fruto de lo bueno y lo malo que nos pasa en la vida incorporamos a nuestras decisiones y acciones: nuevas ideas, nuevas formas de pensar, habilidades, destrezas, conductas o valores. Y sin duda el dolor es uno de los maestros más efectivos para el aprendizaje humano.
¡Inmenso sufrimiento y dolor nos está causando la pandemia: desempleo, recesión, falta de recursos, e inclusive enfermedad y muerte, pero aquello debe servirnos para mover nuestros corazones, para cambiar, ser mejores, más sensibles, más solidarios, menos egocéntricos, tratando a los demás con amor y bondad!