OPINIÓN|
La capacidad de razonar hermanada con la creatividad ha hecho que las sociedades humanas estén en permanente cambio. Se generan y culminan a un ritmo moderado, pero hay algunos hechos que se caracterizan por la rapidez e intensidad con que ocurren, lo que de alguna manera conlleva un giro al devenir histórico. La Revolución Francesa, cuyo 241 aniversario conmemoramos hoy, es uno de ellos. Se dan planteamientos y procesos. Frente al absolutismo monárquico, se planteó la democracia fundamentada en la igualdad de todos los ciudadanos ante la ley y eliminación de privilegios a determinados grupos sociales.
Los acontecimientos se dieron en Francia mediante fuertes levantamientos populares y algunas manifestaciones de violencia. Los monarcas que tenían el mando fueron ejecutados al igual que un elevado número de ciudadanos, lo que llevó a la consagración de la guillotina como instrumento letal. Rivalidades internas de los triunfadores desataron lo que se conoce con el nombre de gran terror. No se consagró de manera permanente la democracia; los gobiernos absolutos retornaron siendo el más célebre el napoleónico; pero las ideas se mantuvieron y a lo largo del tiempo se han hecho realidad en la mayor parte de Estados en nuestros días.
La consagración de los derechos humanos ha sido uno los más importantes aportes de este evento. Se los aceptan en todos los países, si bien la forma cómo los gobernantes los ponen en práctica es variable y en ocasiones cuestionable. Al conmemorar este evento, vale la pena reflexionar sobre la concordancia práctica entre las ideas y realidades. En términos legales, las constituciones de los países los consagran, pero con más frecuencia de la deseada, se los quebranta. Muy bien que todos reclamen sus derechos, pero vale la pena considerar que todo derecho conlleva un deber y que debemos considerar en qué forma los cumplimos. Los derechos no son un regalo, pero hay que aceptar que en convivir ciudadanos los deberes tienen igual importancia.