OPINIÓN|
El alba despertaba con su legado neblinoso y sereno. El sol, perezoso luego de su siesta en tinieblas, daba atisbos de luz con sus dedos de fuego que convertían la silueta de los montes en rojo resplandeciente y cierto. El grupo de amigos, risueños y prestos a la aventura, estaba reunido. El frío del amanecer nos recordaba que íbamos tras la paja, la niebla, el viento gélido. Un repaso obligado de lo que tendríamos como indispensable fue practicado con extremo cuidado. El morral de aquel tenía en puesto especial. Fósforos recubiertos de plástico, panela y cantimplora reluciente de metal con aguardiente de puntas fuerte y oliscoso, dormitaban al lado de linternas, cobija tigre y guantes de lana tejidos por la abuela. En el morral de aquel se acomodó importante cargamento de pan blanco, pernil frio y pollo, empacados celosamente. Lo más importante venía en otro morral, pesado y vital. Una gruesa carpa militar facilitada del cuartel y gracias al pariente o autoridad amiga del jefe de zona, que nos entregaba a regañadientes. Gruesos pantalones, augapulgas comprados en Tossi, casacas gruesas que intentaban ser impermeables y ponchos de agua fabricados en Baños que apestaban a metros, fueron nuestra veste. Encaramábamos en viejo bus Ford de bancas de tabla, emprendíamos viaje por carretera de tierra que empezaba en el colegio de los corazones y que, pasando por la actual Ordoñez Lazo, estrecha ruta bordeada de sauces llorones, subíamos jadeantes la empinada. Sayausí, era pueblo olvidado de montaña. Llegábamos al fin de nuestra ruta carrozable en un buen tiempo y ya con el sol engordando los morrales pesados, a una gran piedra que denominaban el Hotel, desde donde debíamos caminar y escalar en medio de fangales. En la casa amigable de Don Lizardo Guevara, personaje que fue siempre guardián del cerro, frailejones y chuquiraguas, que Cuenca le debe un reconocimiento importante, dicho sea, con justicia, recibíamos los últimos consejos y su mirada y experiencia mostraban peligros y no pocas veces agregaba cosas importantes a nuestro atavío. Podría escribir un libro entero de estas experiencias que jóvenes de entonces vivimos y que los actuales, con diferencias de pertrechos y comodidad deben sentirlo y para ello, es supremamente importante que gane el SI contra la minería de todo tipo en nuestros humedales, entendiendo desde mi punto de vista, que vale más un vaso de agua que tonelada de oro que solo sirve para corrupción y latrocinios. (O)