OPINIÓN|
Con la televisión, las redes sociales y demás apocalismos semejantes, que la mayoría de la gente consume en el día a día, la humanidad estaría viviendo una suerte de insondable retroceso cultural, excepto los contados eventos que ocupan el andarivel opuesto. La principal fuente de esa desvalorización estaría representada por la creciente vulgaridad, donde las historias y los personajes planos: las telenovelas y el retorcido basural de las redes dominan los escenarios y producen una total entrega entre el “héroe” y el espectador, hermanados por vivencias tan cándidas que nos sitúan entre las nubes de un seudo-romanticismo cursi y nos conducen a los suburbios de una realidad nada edificante, donde lo superfluo se erige en monumento supremo.
La tendencia, apuntaría a producir un estado tal de lasitud que elimine todo análisis, liquidando así a la dialéctica interior que, es la que nos permite pensar y elevarnos a ese lugar en que la mente y el espíritu se enriquecen y nos fuerzan a ver “las cosas antiguas con ojos nuevos”, a las actuales, en el secreto sitial en que la magia los renueva; y, en definitiva, la de ver: “las cosas nuevas con ojos que también deben ser nuevos”, con los que nos permiten ser a plenitud nosotros mismos.
Con un mundo en el que el ser humano masificado avanza sin percatarse hacia su propia destrucción, es imperativo que enfrentemos sin tregua la crisis ontológica que hoy sacude los cimientos de la misma humanidad. Entonces es inaplazable que nos adhiramos a una revisión de los valores decadentes que “civilizadamente” la sustentan”, buscando siempre muy alto, hacia ese punto que nos conducirá a la experiencia mística de la unidad con el parpadeante cosmos que, no existiría, si no estuviésemos nosotros, que somos -de lo que sabemos- los únicos capaces de proclamarlo. (O)