OPINIÓN|
Con el premio nobel de química de este año, concedido por la academia sueca a favor de las investigadoras estadounidense y francesa Emmanuelle Charpentier y Jennifer A. Doudna, en su orden, la ciencia habría llegado a ese confín que rebasa todo lo inimaginable: el método de “cómo reescribir el código de la vida”, que en buen romance significaría corregir la plana mayor de lo que hizo la naturaleza –y para los creyentes- de lo que hizo Dios. Es decir, ese insólito punto ese avanzado que rebasa todos los logros genéticos alcanzados.
Nadie se ha atrevido a tanto. La conquista científica, nos coloca de cara al más hondo abismo de nuestra historia. Ciertamente que, resulta altamente beneficioso corregir tales errores, cuando se trata de predisposiciones hereditarias como la diabetes, al cáncer, por ejemplo; en tanto que adquiere complejidades que nos quitan el andamio de la cordura, cuando con su corrección -como en “El Mundo Feliz” de Aldoux Huxley-; se podría crear seres geniales, belicistas y un vasto etcétera; y todo, en función del arbitrio de los dueños del poder. Una humanidad presa de un totalitarismo genético. Mecánica. Predestinada.
El descomunal avance nos enfrenta a problemas también descomunales, como los éticos, religiosos y todos los que van por esa interminable ristra y, sobre todo, nos remite a esta abismal pregunta: ¿Quién decidirá lo que se debe corregir? Frente a estos avances, cobra vigencia la sensación de que las fronteras de la ciencia han sobrepasado su circunferencia y nos han situado frente a dos opciones infinitas: hacia lo positivo y hacia lo negativo. El primer supuesto, nos conduciría a cotas de desarrollo nunca antes registradas, en tanto que el segundo, a una suerte de terrorismo oculto e ilimitado. Una batalla en que nadie sabe quién resultará triunfador. (O)