OPINIÓN|
Desde hace algunos meses, quizás vino con la pandemia, un interés nuevo a mis días, mantener una huerta en casa, lo que empezó como una especie de actividad de esparcimiento para tratar de poner la mente en otra cosa, se ha ido convirtiendo en un profundo aprendizaje, un volver a conectarme… las primeras veces me acercaba a ésta (la tierra) temerosa e insegura, protegida con guantes para no ensuciarme, ¡qué no me piquen las ortigas!; pero poco a poco y en compañía de las personas que me ayudan a mantener este espacio, gente natural, sencilla, conectada a la tierra, he aprendido a tocarla, a que mis manos se ensucien en ésta.
Este espacio ha ido evolucionando y finalmente mostrándome una necesidad humana inherente, volver a la tierra, volver a sembrar y no necesariamente en el campo; la ciudad necesita volverse más amigable, las nuevas generaciones de niños de ciudad necesitan aprender a sembrar, a saber qué es una semilla, cómo crece, de dónde viene el alimento que llega a sus mesas, que encuentran envasados en los supermercados; tenemos que mostrarles qué hay detrás, cuál es la verdadera fuente de nuestro alimento, solo así cuidarán y respetarán la tierra.
Niños y jóvenes de ciudad con miedo a ensuciarse tienen que tocar la tierra y llenarse las uñas de barro, solo así se sentirán parte y no dueños, tenemos que enseñar a nuestros hijos a ensuciarse las manos sin miedo, esto no les hará mal, ¡que se llenen las uñas de tierra, que ensucien sus ropas y vestidos, que se sientan parte del mundo natural y perciban el sabio instinto que les habita.
Y si bien desde pequeños se nos insta a mantener nuestras manos limpias, un buen hábito de limpieza y sana convivencia; sin embargo, como en todo, siento que no nos explicaron del todo bien lo que significa tener las manos limpias en todo el sentido de la palabra… nuevamente nos quedamos solo en el aspecto externo, lo que se ve, lo que socialmente mostramos, y finalmente ¡qué importa las manos sucias si el alma está limpia! (O)