CUENCA: 7 MOMENTOS

1

Cuando los ríos

son de cristal transparente, es como

si los ángeles hubiesen bajado a lavar

en ellos sus túnicas de cielo.

2

Hacia la madrugada,

las viejas casas hablan entre sí,

de amores y de sueños perdidos.

Las escuchan ancianas somnolientas

que van a misa y ebrios semidormidos.

3

Las aves de Cuenca

son flores vivas en los íntimos

jardines domésticos,

mas, ponen en los parques

la música del amanecer y del ocaso.

4

Las montañas que circundan

la entrañable ciudad, la miran

despertar y dormirse y respirar,

en la tarde, aromas de eucaliptos y retamas.

5

Calles antiguas, pavimentadas,

todavía guardan el recuerdo

del paso de alguno de los pocos coches

señoriales de la villa, y suspiran.

Detestan los autos nuevos, ostentosos,

Brillantes, llenos de ruido y luces.

Los adoquines se miran sonrientes

cada vez que un automóvil sufre,

brinca, siente la piedra desigual del piso.

Si prestas atención, oirás una leve

y ronca carcajada, viniendo de muy lejos.

6

De San Blas a San Sebastián, antes,

veías claramente las dos antiguas iglesias,

frente a frente, a muchas cuadras de distancia.

Ahora las distingues entre el tráfico,

los cables, los anuncios, la gente que se mueve incesante.

Son dos hermanas unidas a lo lejos,

hoy separadas por la modernidad,

el progreso y sus contaminantes,

dos recuerdos de ayer, dos testigos

del paso de los siglos y el renovarse incesante

de su ciudad, en cuyo amanecer nacieron.

7

Las cruces marcaban la bienvenida

y el adiós de la Cuenca de hace siglos.

La del Vado miraba a quienes iban

y venían del Tomebamba hacia el sur

y por el sud hacia tierra desconocida.

La de Cristo Rey se transformó,

por obra y gracia de un cura soñador,

en columna de signos incontables.

La de Todos Santos veía con nostalgia

el ir y venir de panaderas y mercaderes de ganado,

(estos dejaban su exvoto dentro

la pequeña ermita de San Isidro Labrador).

La gran Cruz de San Blas, fija en el blanco

muro del Buen Pastor, que apareció

varias veces en los cuadros de Endara Crow,

cuidaba de los espíritus de los indígenas

sepultados en donde se levantó

el templo que quería ser magnífico,

igual que la de San Sebastián en su templete,

vigilando pasiones desatadas,

amores imposibles y extranjeros, almas en pena.

Ah, las cruces y su historia propia,

llena de ángeles, de girones de sombra,

de llantos ebrios en los amaneceres,

de músicas perdidas risas y riñas,

del santiguarse sin fin de las beatas,

de un aire protector, siempre presente,

bajando de sus brazos abiertos,

de esperanza en mitad de las edades.

Por Jorge Dávila Vázquez.

Escritor

Andrés Mazza

Periodista y fotógrafo. Escribe sobre cultura, educación, migración y astronomía.

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