En la asamblea nacional ha “resucitado” el comité de ética, aunque lo ideal sería que resucite la ética, no como teoría sino como práctica en el poder legislativo. La vida humana es ante todo práctica, pensar es algo que nos distingue de los demás integrantes del mundo animal. Vivir es actuar y dada nuestra condición en la que la posibilidad de tomar decisiones supera al instinto, la conducta debe estar organizada para lograr la armonía de la colectividad en la que nos desempeñamos con el propósito de no hacer daño a los demás y lograr un permanente mejoramiento de las condiciones colectivas en las que nos realizamos individualmente como personas.
En la gestión pública, en las actividades que competen a sus integrantes, la puesta en práctica de los principios morales debe ser más intensa, ya que está de por medio el interés de los demás. Más allá de la burocracia, en las actividades que conllevan tomar decisiones que afectan a la sociedad global, la prioridad de los intereses sociales sobre los individuales es esencial. Aceptar una función pública de determinado nivel implica la renuncia a los intereses personales, por legítimos que sean, en beneficio de la organización política en la que vivimos y a la que servimos, de allí que la observancia de las normas y principios éticos debe ser la tónica en las gestiones a cargo.
Los casos de corrupción de representantes que forman parte de la actual asamblea, ha superado con creces a este tipo de comportamiento negativo de otros períodos. Con el propósito de garantizar la autonomía de los poderes del Estado y evitar la intromisión del ejecutivo en la elaboración de leyes, los elegidos para esas funciones cuentan con poder e inmunidad para garantizar el libre ejercicio de la libertad. Lamentablemente, la confusión entre inmunidad e impunidad se ha expandido más de la cuenta y algunos representantes han creído que este privilegio es patente de corso para realizar sus fechorías.