Antes de la llegada de la luz eléctrica los habitantes de Cuenca se valían de diferentes medios para vencer la oscuridad de la noche. Faroles de diverso tamaño y forma que encendían los dueños de casa en zaguanes y balcones, cuando a partir de las seis de la tarde los serenos recorrían calles y plazas al grito de “alumbrado… alumbrado…” cierra la noche”; faroles que llevaban los sirvientes por la calle cuando sus señores iban de visita; farolillo de mano del impaciente galán que esperaba al abrigo de la oscuridad a que su novia se asome a la ventana, farolillos de mil colores que cabeceaban a merced del viento durante los rosarios de la aurora. Las velas de cebo y de parafina, las lámparas de aceite que ardían al pie de los altares, los quinques que sobre las mesas de noche dibujaban sombras extrañas en las paredes y tumbados de los dormitorios, las palmatorias que servían sobre todo a las madres para deambular por los corredores, recoger la ropa recién lavada, bajar a la huerta en busca de cedrón o hierba buena; los candelabros que multiplicaban su resplandor en los espejos de los salones, los candiles y mecheros de las tejedoras de sombreros que en las tiendas pasaban la noche en vela. Las lámparas kerosene, de carburo, las petromax todavía hoy alumbran, en pleno siglo XX los caminos de los romeriantes campesinos. (O)
CMV
Licenciada en Ciencias de la Información y Comunicación Social y Diplomado en Medio Impresos Experiencia como periodista y editora de suplementos. Es editora digital.
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