Un océano de tumbas anónimas

Casi 600 jóvenes africanos -a veces menores, incluso niños- han perdido la vida este año intentando llegar atravesando el Atlántico a las islas españolas de Canarias y de ellos solo en 164 casos se recuperó su cadáver. Son las víctimas documentadas por el programa «Missing Migrants» de Naciones Unidas, una «estimación mínima» ya que muchas embarcaciones desaparecen en el océano sin dejar rastro.

Cuesta creer que la bebé Sahe Sephora, ahogada el 16 de mayo de 2019 en aguas del Atlántico, fuera la primera víctima del drama migratorio de Canarias a la que se entierra con su nombre después de 21 años de tragedias, pero es así y los cementerios de estas islas españolas han seguido recibiendo en 2020 difuntos anónimos, cuyas familias se ven arrastradas a un duelo imposible.

La Cruz Roja sostiene que la conocida como Ruta Canaria mata a entre el 5 y el 8 % de quienes se aventuran a ella, lo que se traduce en una horquilla de 1.000 a 1.700 vidas perdidas, si se tiene en cuenta que este año han llegado al archipiélago 21.500 personas embarcaciones precarias, conocidas como pateras o cayucos.

En toda Canarias hay decenas de inmigrantes enterrados sin identificación de las tres grandes etapas que ha vivido este fenómeno: las llegadas de finales de los años 90 y primeros años del siglo XXI, centradas en la isla de Fuerteventura, donde se produjo el primer naufragio mortal (el 26 de julio de 1999); la llamada crisis de los cayucos de 2006-2007, que abarcó todas las islas, con epicentro en Tenerife, y la oleada actual, focalizada en Gran Canaria.

Son la punta de iceberg. Detrás hay muchos más muertos en el mar de los que se sabe poco o nada, pues este es un movimiento clandestino de seres humanos, en el que no existen manifiestos de embarque. Como mucho, hay listas de llegadas, las que recopilan la Policía española y la Cruz Roja, no siempre accesibles a los familiares que vuelven estos meses a peregrinar de ventanilla en ventanilla por Gran Canaria preguntando por un hijo o un hermano desaparecido.

SIN INFORMACIÓN A LAS FAMILIAS

«Si eres padre o madre y sabes que tu hijo ha salido, pero no has vuelto a tener noticias de él, aceptar que vas a dejar de buscarlo es un trámite doloroso, que requiere hacer el máximo esfuerzo por decirte a ti mismo que no ha llegado y que has hecho todo lo posible por encontrarlo. Vienen a España confiando en que somos un país moderno que les dirá si existe alguna noticia de esa persona, pero no se la dan», asegura el abogado Daniel Arencibia.

Este letrado colabora con el Secretariado de Migraciones de la Diócesis de Canarias y sabe bien de lo que habla: aunque la mayoría de las familias son musulmanas, muchos de los que viajan en busca de un pariente del que no saben más que tomó un cayuco hace semanas o meses acaban llamando a la puerta de una iglesia.

Arencibia atendió hace días a una mujer que había llegado desde Italia empeñándose para pagarse el vuelo, la pensión y la PCR tras la pista de su cuñado, porque la madre, de Marruecos, no puede desplazarse a España. «Lloraba en la parroquia porque nadie la atendía. Lo único que quiero, decía, es que me digan que no ha llegado, sé que seguramente está muerto», relata el letrado. Pero la mujer no quería contar eso a su suegra sin una mínima confirmación.

No es fácil averiguar quién ha perecido en el Atlántico, pero las autoridades sí conocen quién ha llegado, subraya este abogado, que cree que muchas familias les bastaría con que les dijeran que su pariente no está entre los rescatados. Defiende, además, que este es un caso claro en el que debería activarse el protocolo de accidentes con víctimas múltiples, uno de cuyos puntos principales es la instauración de una oficina de información a las familias.

La juez Pilar Barrado, que hasta principios de año estuvo al cargo de uno de los juzgados de San Bartolomé de Tirajana, uno de los puntos de llegada de pateras a las islas, comparte su opinión. «Si nos llegara un barco con 30 suecos que han visto morir a tres de sus compañeros tras quedarse a la deriva, ¿los trataríamos así?», se pregunta. «Claro que no», se contesta, «identificaríamos a los fallecidos y a los supervivientes les ofreceríamos la ayuda de psicólogos».

LOS PRIMOS SOKHONA

Pero no siempre es posible, ni siquiera preguntando a los supervivientes, porque a veces los ocupantes de la patera se vieron por primera vez la noche del embarque. Y, con frecuencia, los traficantes de personas que fletan las pateras juegan a la desinformación con las familias. Los muertos no convienen al negocio y menos aún las pateras que desaparecen en el océano.

Puede que sea el caso que está viviendo Omar Sokhona, un mauritano que llegó a Fuerteventura en 2006. Desde hace años reside en Francia y ahora busca a su hermano Saliya y su primo Fodie, dos veinteañeros de los que solo sabe que se subieron a un cayuco en Nuadibú con 52 personas más el 7 de septiembre. Lleva semanas telefoneando al pasador que los embarcó y siempre obtiene la misma respuesta: un cayuco con 54 personas llegó a Gran Canaria el 10 de septiembre, será el de su hermano.

A Omar le consta que un cayuco no tarda tres días desde Nuadibú a Gran Canaria, sino bastantes más. «Son otros motores», se excusó el traficante. «¿Y por qué no ha llamado nadie?», insistió. «Estarán detenidos, con la covid ahora pasan muchos días en los campamentos», se defendió. Ahora, ya ni responde a sus mensajes.

No ignora Omar que nadie está tres meses detenido en España sin llamar a casa. Ni tampoco que es poco probable que ni una sola de 54 personas contacte con su familia. Se barrunta lo que le ha pasado a su hermano, pero le duele asumirlo e, incluso, tiene engañada a su madre en Mauritania. «Sufre por dentro», reconoce. Y, de momento, alienta sus esperanzas con el cuento de la cuarentena sin fin.

Como decía el abogado Arencibia, no se atreve a dar por muerto a su hermano sin que al menos alguien le confirme en España que no está entre los 21.500 que han llegado a Canarias. Su familia en Valencia sí ha optado por denunciar la desaparición ante la Policía.

En esa ciudad vive otro de los primos Sokhoma, Alí. «Yo pienso que están muertos, que se han perdido o que su barca se hundió», admite Alí, que hizo la travesía en cayuco a Canarias dos veces (en 2006 y 2007). «Mi familia está fatal, si no ven los cuerpos, no van a descansar».

Los Sokhoma se enteraron de que Saliya y Fodie habían intentado «el viaje» a posteriori, porque ninguno contó nada. Es común, aclara Teodoro Bondjale, secretario de la Federación de Asociaciones Africanas de Canarias (FAAC): la mayoría de los jóvenes que ahora se suben al cayuco no comparten sus planes con su familia, porque saben que se lo impedirían o intentarían disuadirlos.

Bondjale está asustado con las dimensiones que está cobrando el problema. Lo nota por el volumen de llamadas que reciben en la FAAC preguntando por chicos desaparecidos, la mayoría hechas por familiares en África, pero también por parientes en Europa o Estados Unidos. En una de las últimas que atendió, no se atrevió a decir a una mujer senegalesa residente en Massachussets (EEUU) que buscaba a su hermano lo evidente, «que muchas pateras se hunden, desaparecen en el Atlántico». «No quise desesperarla más», se excusa.

QUINCE SAQUITOS DE HUESOS

En el cementerio de Agüimes, en la isla de Gran Canaria, una pequeña oración enmarcada, un rosario y unas flores que los parroquianos van renovando de cuando en cuando ofrecen algo de dignidad a los nichos 3.325 a 3.339, tapiados solo con ladrillos y cal, sin ningún signo ni sigla que identifique a sus ocupantes, de los que poco se sabe.

Solo que allí yacen quince jóvenes subsaharianos a los que encontraron en un cayuco a la deriva a 160 kilómetros de las islas el 19 de agosto, cuando llevaban más de una semana muertos y estaban reducidos a poco más que piel y huesos. Posiblemente eran los últimos de una lista de ocupantes aún mayor, nunca se aclarará.

Los enterraron casi en solitario el 26 de septiembre, solo estaban con ellos Teodoro Bondjale, el diputado Luc André Diouf (expresidente de la FAAC), el sepulturero y el párroco del pueblo, Miguel Lantigua, que rezó por sus almas, consciente de que lo más seguro era que no compartieran su fe y en unos momentos muy dolorosos para él, porque no se le iban de la cabeza las familias.

«Tiene que ser muy duro. Han puesto todas sus esperanzas en esa persona que vino por el futuro económico de la familia y ni siquiera tienen noticia de lo que ha pasado. Es muy duro pensar en las familias, en ellos y en cómo murieron», reconoce el cura.

La directora del Instituto de Medicina Legal de Las Palmas, la forense María José Meilán, sí sabe cómo fallecieron: de hambre y sed tras muchos días perdidos en el océano. Estuvo en las autopsias y no se le olvidan. «Fue terrible. Eran un manojo de huesos».

«Impresionaba ver cadáveres que pesaban 30 o 40 kilos. Eso da una idea del tiempo que pasaron sin comer ni beber, a la deriva, y de los días que llevaban fallecidos. Hablamos de chicos fuertes, que por su estatura y complexión pesarían 70-80 kilos, mínimo», apunta.

CÁPSULAS DE ADN

El Instituto de Medicina Legal de Las Palmas conserva muestras de ADN de un centenar de inmigrantes muertos en esta zona de Canarias desde 2008 que están pendientes de identificar, 34 solo de este año.

Desde enero, lo hace siguiendo un protocolo que comparte con Cruz Roja Internacional: Cada muestra de ADN tiene asociadas además datos físicos del difunto, el lugar donde fue hallado, los detalles de su patera, fotos de su rostro y de cualquier detalle del cuerpo que pueda ser identificativo (como un tatuaje) y hasta una ficha dental.

La idea, explica Meilán, es que Cruz Roja recoja peticiones en África de familias que tengan la sospecha de que un pariente suyo puede estar enterrado en Canarias, para hacer una comparación genética. El sistema solo está empezando y necesita rodaje, dice la forense, pero ya hay dos expedientes abiertos con familias que creen que el último rastro de sus hijos o hermanos están ese banco de ADN.

La Universidad John Moore de Liverpool trabaja en un proyecto complementario: la reconstrucción forense de los rostros de los inmigrantes a partir de fotos de sus cadáveres o incluso del escaneo de su cráneo. Lo impulsa una investigadora de Fuerteventura, María Castañeyra, integrante del equipo de Caroline Wilkinson, que consiguió ponerle cara a personajes como Ramses II o Ricardo III.

Quizás esa técnica podría devolver un atisbo de identidad a los 39 inmigrantes que Valentín Afonso enterró en Mogán entre 2006 y 2009 sin más identificación que un número. Hoy descansan en cajitas individuales numeradas en la fosa común, con la esperanza aún abierta de que alguien algún día los reclame, aunque hasta la fecha solo haya pasado por allí una mujer con ese afán, en 2007.

«Era una señora de Senegal, sabía que su hijo había muerto, pero no sabía más. Vino aquí a rezar en la tumba de los inmigrantes», recuerda este sepulturero, ya jubilado, que acabó tan implicado en aquella experiencia que acogió como a un hijo a un chico maliense con una experiencia terrible en el cayuco, Mamadú. Hoy Valentín tiene dos nietas de piel morena que alborotan su jubilación. EFE

CMV

Licenciada en Ciencias de la Información y Comunicación Social y Diplomado en Medio Impresos Experiencia como periodista y editora de suplementos. Es editora digital.

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