El Dr. Juan Dionisio Masari había ido al parque que quedaba junto a la vieja iglesia. Una iglesia grande y poblada de gárgolas y santos de piedra que miraban, ajenos e indiferentes, desde las alturas. Pero el parque era bonito. Tenía varios arroyos, una quebrada y un puentecito sin río, de esos que suelen poner para adornar los espacios vacíos.
De pronto, justo cuando Masari comenzaba a reparar en una diminuta oruga que tomaba el sol sobre una hoja de eucalipto, se escuchó un trueno lejano. Un ronco bramido del cielo que, de inmediato, dio paso a lluvia torrencial. Y de pronto, en medio del aguacero surcó el cielo un pájaro grande y rojo, que parecía hecho de fuego. Un ave ilógica que volaba amenazante arrancando los santos de los campanarios y precipitándolos al vacío. Y entonces, ya que no solamente llovía agua, sino santos, gárgolas y macetas de cemento, no hubo más remedio que guarecerse bajo el puente. El puente sin rio.
Y tan pronto como entró, se sentó en el suelo, junto a una muchacha que estaba allí con su novio. Masari sostenía en la mano la cabeza de un santo de piedra qué había levantado del piso, no sé por qué. «Masari», se presentó el muchacho, tendiéndole la mano. Un placer le dijo el otro. El otro Masari. Y le presentó a su pelado. “Mi hijo…”. “Mucho gusto” dijo el primer Masari. Y miró al chico con un poco de nostalgia.
Y luego vinieron los otros. Los otros Masari. Siete en total, contándolo a él. Y pudo, tuvo lo suerte, de saludarlos a todos. Los primeros tres venían metiendo bulla, riendo y disfrutando de la aventura insólita. El siguiente llegó de la mano de una chica muy joven. Los otros dos venían con niños y pintaban canas. Y al final, el viejo Masari. Que venía sólo. Despacio. Y hubo que esperar un buen rato para que pase la lluvia. Pero pasó. Y cuando salió el sol pudieron al fin, por una sola vez y para siempre, sentarse todos bajo la nueva luz. Todos los Masari. Y mirarse. Y reconocerse. Y aceptarse… (O)