Por: Jackeline Beltrán Aguilar
Carolina Sánchez llega algo agitada al departamento de sus padres en Cuenca. Una mujer con su hijo la detienen en la entrada y el niño le lanza una pregunta cuya respuesta le gustaría conocer a más de un ecuatoriano: ¿Quién ganó la segunda temporada de Masterchef Ecuador? Ella ríe y le responde: “Todos ganaron”.
Es el 5 de enero del 2021. Carolina se toma una pausa de todo el ajetreo que la envuelve desde hace dos años, cuando alcanzó una estrella Michelín, el mayor reconocimiento gastronómico a nivel mundial, por la propuesta de Íkaro, el restaurante que fundó con su pareja, Iñaki Murúa, y en el que ofrecen cocina con una fusión de sabores ecuatorianos y españoles.
Eso fue un 21 de noviembre del 2018. Se puede decir que Carolina Sánchez estaba destinada a llegar a ese momento. No solo porque la buena cocina está en su ADN, también porque siempre apuntó a ser la mejor.
Carolina proviene de una familia con un gran legado gastronómico en Cuenca. Su abuela paterna, Fanny, es prima hermana de Eulalia Vintimilla de Crespo, autora de los dos libros más importantes de la gastronomía local, Viejos Secretos de la Cocina Cuenca y El Sabor de los Recuerdos.
“La abuelita Fanny es una de las razones por las que yo soy cocinera. Porque ella es una cocinera maravillosa, con un legado gastronómico familiar”, cuenta Carolina con los ojos llenos de amor por una de las mujeres que le enseñó las bases de la cocina.
La otra mujer es una tía que le regalaba los juegos de ollas de la plazoleta Rotary y la que, antes de que Carolina cumpliera 10 años, le animó a cocinar su primera receta: un locro de papas en olla de barro. En ese momento ella ya escribía su propio libro de recetas.
La jurado de MasterChef Ecuador creció mirando a las mujeres de su casa cocinar con pasión. Ella las emulaba. “ Siempre estaba en la cocina y desde chiquita ya demostraba el gusto por la comida, no era de esas niñas que no le gustaba comer. Comía de todo, pero los postres eran lo que más le gustaba”, cuenta su madre María Angélica Ramírez.
La afición y los juegos de la infancia se convirtieron en su profesión. Estudió Gastronomía en la Universidad de Cuenca y empezó a soñar con llegar a las grandes cocinas. “Cuando estaba aquí en Ecuador yo dije: quiero ir a los restaurantes con estrella Michelín, trabajar allá”.
Y no solo llegó a trabajar en uno, creó el suyo. Luego de estudiar una especialización en Perú -uno de los referentes en cocina latinoamericana- se fue a España, el país desde donde un genio catalán llamado Ferran Adriá revolucionó la gastronomía.
“Para mí siempre será la persona que más admiro gastronómicamente”, cuenta Carolina sobre el cocinero catalán que a los 25 años ya era el jefe de “El Bulli”, el restaurante que dejó de serlo para convertirse en el mayor taller de investigación e innovación culinaria del mundo, al que todos los cocineros querían peregrinar.
Carolina conoció El Bulli por fuera, cuando ya había cerrado. Ella llegó a estudiar un posgrado en el Basque Culinary Center, en San Sebastián, en el norte de España. Luego, hizo sus prácticas en el Celler de Can Roca el mismo año que este restaurante fue nombrado por segunda ocasión el mejor del mundo en el ránking de The World’s 50 Best.
En el mejor restaurante del mundo, fundado por tres hermanos catalanes: Joan, Josep y Jordi Roca, Carolina aprendió como nunca. Este lugar, con una cocina de 210 metros cuadrados y tres estrellas Michelín, le enseñó sobre la organización en el servicio gastronómico, la aplicación de técnicas modernas en la cocina tradicional y la búsqueda de la excelencia.
“Era una cocina súper exigente… Todo tenía que ser al dedillo. Todos los servicios eran súper intensos, desde que entrabas ahí estabas corriendo todo el día. Era cansadísimo, pero a mi me encantó”, recuerda entusiasmada.
Carolina ya jugaba en las grandes ligas. Pasó por dos cocinas más antes de dar vida a Íkaro, el restaurante que fundó con Iñaki, un vasco a quien conoció en el Basque Cullinari Center. Se establecieron en La Rioja, una comunidad autónoma española reconocida por su tradición vinícola.
Apostaron por llevar los productos tradicionales de la tierra de ella y de él a la alta cocina. En un país con sabores tan variados y en el que la cocina ecuatoriana es casi desconocida, eso significó un riesgo que estaban dispuestos a correr.
“Teníamos miedo justamente por esto, porque Logroño es una ciudad muy pequeña, que no tiene mucha cocina internacional. Nos decían: aquí la gente es muy tradicional, hay que tener cuidado porque aquí a la gente no le gusta salirse de lo normal…”
Pero ellos estaban seguros del concepto que querían. Y funcionó. “La gente, al principio, por la novedad venía, probaba, les iba gustando y decían oye, muy bien la cocina ecuatoriana, no sabía que tenían todos estos sabores”, recuerda la cuencana.
“La estrella Michelín nos cambió la vida”.
Dos años después, llegó la estrella michelín, ese reconocimiento que se ganan los mejores restaurantes del mundo por su calidad, creatividad y esmero en los platos. Antes de eso, “nadie sabía que yo tenía un restaurante allá”, cuenta Carolina. Pero “este rato es una locura, toda la gente que nos conoce, va a visitarnos, incluso se sale de ir a Madrid o Barcelona para ir a Logroño a visitar íkaro”, dice orgullosa de lo logrado.
Íkaro creció. Hoy tiene más personal y una carta mucho más afianzada en las raíces ecuatorianas, vascas y riojanas.
La estrella michelín también le cambió la vida a Carolina: estuvo en la primera fila de una charla de Ferrán Adriá; la llamaron para ser jurado del capítulo nacional del reality de cocina más popular, MasterChef; empezó a aparecer en anuncios comerciales, da charlas, comparte sus conocimientos…
Aunque eso le haya quitado tiempo en la cocina, pero no las ideas para seguir creando. Una de sus aspiraciones es fundar algo en su país, aunque por ahora todo emprendimiento está paralizado por la pandemia.
También ha podido volver más seguido a Ecuador y a Cuenca, en donde añora el locro de papas de su abuela, la mujer que le enseñó esa pasión que hoy pone al oficio que eligió. (I)