La villa, situada en la costa nororiental venezolana, específicamente en el estado Sucre, conocido por la pesca y, otrora, por el turismo, ha dejado de ser una zona tranquila, según relataron a Efe estos desplazados que añoran su antigua vida.
Aseguran que regresar a su pueblo no es posible porque las bandas y la delincuencia organizada han tomado el control de la zona y los «inocentes han pagado» un alto precio.
En medio de la resistencia a contar lo que sucede por temor a represalias contra ellos o sus familiares que aún viven en Güiria, los habitantes del sector Las Piedras de San Isidro recuerdan, con nostalgia, la paz que hasta hace unos años había y que ahora -sostienen- se ha convertido en un intercambio de disparos.
Según el Observatorio Venezolano de Violencia (OVV), el país caribeño es, actualmente, el que computa mayor número de muertes violentas en Latinoamérica. Durante 2020, se registraron 11.891 fallecidos, lo que implica una tasa de 45,6 por cada 100.000 habitantes.
LA INVASIÓN
Se establecieron en un terreno baldío en el que, en años anteriores, funcionó una estación de servicio que fue desmontada al cesar operaciones. El espacio iba a servir para la construcción de una cancha, pero fue invadido por estas familias que llegaron a la capital venezolana sin recursos para costear una vivienda.
Algunos ya llevaban tiempo viviendo arrendados cerca de la comunidad y fueron ellos los que comenzaron a invadir el espacio hace dos años. Ahora, continúan llegando familiares que renunciaron a sus casas confortables en Güiria, donde, además, el alza del costo de los alimentos y la caída de la pesca ante la escasez de gasolina se hicieron insoportables.
«Esto aquí es bien», sostuvo la señora Lubirda Hernández en una conversación con Efe en la pequeña y humilde vivienda de su hermana, al tiempo que reconocía que sus condiciones de vida no son mejores que las que tenía en Güiria.
Hernández aún no vive en Las Piedras, pero su día a día transcurre allí porque su hermana habita en el sector y porque también comenzó, hace más de un año, la construcción de su hogar, que hoy se encuentra paralizada por no contar con recursos para adquirir materiales.
Las viviendas son de 42 metros cuadrados y el terreno se encuentra rodeado por una maleza de la que comúnmente salen animales.
«Ahorita para nosotros no es mejor; quisiéramos estar allá (en Güiria), pero nosotros, más que todo, nos vinimos salvándole el pellejo a los muchachos de nosotros», indicó Hernández, quien agregó que en su pueblo natal hay bandas que controlan la zona.
SIN SERVICIOS BÁSICOS
La mujer reconoce que es complicado lidiar con las condiciones de vida en el asentamiento porque no tienen acceso a agua y sólo llega a través de cisternas cada quince días; tampoco a la luz, por lo que hacen enganches ilegales.
El gas deben buscarlo ellos mismos, aunque la mayoría del tiempo acuden a la tala de árboles, en una quebrada que se encuentra al final del terreno, para cocinar en fogatas.
La basura es lanzada en esta misma quebrada, que sirve también como «fuente de trabajo» para algunos hombres que se lanzan a buscar cobre para venderlo y obtener algo de dinero.
La mayoría de las casas en el sector cuentan con suelos de tierra y están equipadas con muebles rasgados que sólo denotan la precariedad de sus condiciones de vida.
En Güiria podían sortear algunas de estas dificultades, como el acceso a la comida, gracias a la siembra o la pesca, pero insisten: «allá casi no se puede estar».
«¿La delincuencia? Eso no lo puedo decir; todo el mundo sabe cómo está eso por allá (…) no le puedo contar nada de eso porque tú sabes cómo es eso», indicó a Efe Carlos González, uno de los fundadores del sector.
González ha ayudado a sus vecinos a levantar sus casas. Conoce bien el oficio y, según relató, sólo pide que le den algún alimento o lo que «puedan» como compensación para poder vivir.
El hombre de 45 años vive en una casa elaborada con tablas. No ha podido culminar su vivienda de barro porque le falta el zinc, un elemento que destaca como importante para que la casa no se derrumbe con la lluvia.
LA MALNUTRICIÓN
Los habitantes de esta zona, en su mayoría, están desempleados. Aseguran que está complicado conseguir trabajo y se alimentan por los productos que les llegan a través del programa de subsidio del Gobierno conocido como CLAP o por la solidaridad de sus vecinos.
Del mismo modo, se alimentan los más pequeños que, en pleno desarrollo, no ingieren proteínas a menos que las reciban a través de un comedor solidario cercano.
Sin embargo, el comedor fundado por una habitante de San Isidro, Mervin Narváez, se encuentra paralizado desde hace dos meses por falta de recursos y donativos.
La mujer creó, hace diez años, la Fundación San Isidro a fin de alimentar a los niños más pobres de la comunidad y ha dependido de los recursos que le entrega el Ejecutivo a través de un programa de alimentación escolar o de los donativos de algunos supermercados.
Pide ayuda para poder seguir con el comedor, porque desde que empezó el año, no ha podido cocinar para los 75 niños y las cinco madres lactantes que tiene en lista.
La situación de estas personas es el reflejo del desplazamiento interno que siempre ha existido en Venezuela y que casi siempre estuvo empujado por oportunidades de estudio o laborales, pero también es la muestra de la pobreza extrema que el Gobierno de Nicolás Maduro cifra en 4 %, un dato que queda en entredicho con un simple recorrido en las zonas populares de Caracas.
Diversas ONG, como HumVenezuela o la Encuesta Nacional de Condiciones de Vida (Encovi), elevan al 80 % el número de pobres en condiciones extremas. EFE