Recuerdo cuando estudiaba en el colegio y se avecinaba el Carnaval, que la salida de clases era una tortura para mis compañeras y para mí. En ese entonces, las monjas no contaban con un servicio de transporte para el alumnado. En la vereda, frente al colegio, esperaban acechantes jorgas de muchachos con maicena, la que rociaban generosamente sobre nuestras cabezas, dejándonos “enharinadas” y listas para la mojada que nos esperaba unas cuadras más adelante. Los piropos de los “viejos verdes” apostados fuera de la Corte de Justicia, no faltaban al vernos pasar. Estos cesaron cuando, en una ocasión, una amiga reconoció entre ellos a un amigo solterón de su abuelo. Indignada, le advirtió que iba a contar en casa lo que escuchó. El señor se puso verde de las iras y rojo de la vergüenza. Nunca más lo volvimos a ver, ni ella en la casa de su abuelo.
Las que vivíamos en la parte baja de la ciudad teníamos que, literalmente, “bajar a pie” a nuestras casas. El trayecto estaba lleno de tensión y sufrimiento, tal cual un vía crucis. Cada cinco minutos nos turnábamos para atisbar a nuestras espaldas, por si acaso vinieran autos –los que asomaban inesperadamente- repletos de chicos: unos conocidos, otros amigos y otros quiénes también serían, cuyo único objetivo era lanzarnos bombas de agua a la voz de “Si corren, les estilamos”. Inmóviles, intentábamos infructuosamente protegernos de la inmisericorde acometida con nuestras máquinas de escribir Brother o mochilas, como escudos. “Veránse nomás, nos vamos a cobrar”, les gritábamos muertas de las iras, entretanto ellos se alejaban riendo a mandíbula batiente.
Esperábamos con ansias que lleguen los viernes para desquitarnos de nuestros “acosadores” en las fogatas que hacíamos en el parque de la Madre. Mientras los amigos, inspirados, cantaban a voz en cuello con el dueño de la guitarra, nosotras, sigilosamente, nos levantábamos dizque para servir otro traguito cuando, con un chisguete, les rociábamos agua helada en la nuca. “Avisados estaban”, les decíamos, y lanzábamos todos una buena risotada.
Qué tiempos aquellos y qué agradables en los que nos divertíamos sanamente sin la intromisión del celular ni de las redes sociales. Todo sucedía lentamente, con la parsimonia necesaria para que perduren en la memoria, los gratos momentos que la vida nos regala. (O)