Cada semana era lo mismo, todos los viernes por la noche empezaban a llenarse las cantinas y cuando no había donde poner un pie sacaban las mesas a la plaza que quedaba frente a la iglesia. Bebían todos por igual hombres y mujeres, viejos, jóvenes, las maestras de la escuela, el teniente político, el sacristán, los blancos, los indios, los chazos y según cuentan “hasta las mismas monjas no se hacían de rogar”, la gente de los caseríos cercanos acudía en tropel a participar de la fiesta como si el mundo fuera a terminarse el día siguiente. La música a todo volumen, los cantos aguardentosos, el baile, los gritos, las peleas duraban hasta que el cuerpo aguante, que quería decir hasta el domingo por la tarde; pero mientras tanto “había que ahogar las penas no sea que las bandidas aprendan a nadar”. Pero cuando en la misa de los domingos, la iglesia empezó a quedarse cada vez más vacía, el cura Párroco perdió la poca paciencia que le quedaba y decidió disfrazarse de diablo, para ello prendió un viernes por la tarde los altoparlantes que tenía puestos en el campanario y vociferó. “Vendrá el mismísimo Satanás en persona para llevarles al infierno. ¡Óiganme bien! El rato menos pensado bajará del cerro por el camino de piedras. ¡El diablo!……el cachudo!, para cagarles a todos en cuerpo y alma. El día lunes comenzó sus preparativos, se consiguió primero un caballo negro de una hacienda cercana, propiedad. Luego de almorzar, ocupó algunas horas en disfrazarse de diablo y cuando empezaba a caer la noche de ese viernes 21 de enero, bajó al galope tendido por el camino de piedras reventando cohetes a diestra y siniestra. Mientras tanto, en el pueblo mal iluminado las gentes habían comenzado a reunirse en las cantinas, oyeron de pronto el sonido de los cohetes, salieron para averiguar lo que pasaba y vieron entonces la veloz cabalgadura con su jinete diabólico que cruzaba frente a ellos; corrieron hasta la iglesia y el convento pero estaba cerrada. (O)