Ella volteó y me sorprendió en la nebulosa de mi mirada; pero retomé camino enseguida.
Ya no recuerdo ni lo que le compré, porque me perdí en el recuerdo de sus ojos, que eran mucho más hermosos como cuando la veía abrazada con las piernas al tubo.
El hormigueo de mi cuerpo no cesaba mientras la recordaba de flor abierta en esa cama donde ella me llevaba cada noche, a encallar en la arena de su puerto.
Me clavó la mirada como se clava la mirada una estrella lejana, con llama de melancolía, pero al rato se hizo féretro en el cielo y me dijo: ¡ Aquí tiene señor, gracias! No le dije más, porque me dio vergüenza no saber su nombre, y peor decirle ¡Candy!…
Varias semanas había estado merodeando la compra de las frutas, y ella parecía aletargada con mi mirada, pero enseguida reaccionaba como un vuelo de moscos sobre el agua.
Ni yo me animaba a decirle algo, peor ella que ya sabía que yo era experto en el vuelo sin retorno. Me contentaba sentir su piel cuando me daba algún vuelto o algún muchacho le daba un merecido piropo, y solo allí reaccionaba ella sonriendo y yo mirando la salida del sol.
Como siempre ha sido mi vida tenía miedo de decirle: que nunca olvide el aroma de su piel, que jamás perdí el anís de sus besos, ni el almendro de su humedad; más, también nunca olvidé la serpiente de su cuerpo enroscarse en aquel tubo de plata. Nunca olvidé tampoco que la esperaba a la salida del cabaret luego que ella había vendido el aroma de sus besos; nunca olvidé sus gritos de gata en la noche, cuando se venía como lluvia y a mí me hacía olvidar la salida del sol; que tan solo conmigo llegaba al cielo, que nunca le creí…
A pesar de pasar muchas madrugadas en vilo, con escalofríos e insomnios, dando vueltas leyendo a Saramago y a Peste de Camus… Un día fui decidido a mirar de nuevo el abismo de sus labios gruesos; ahora sí a decirle que todavía me ahogaba con el recuerdo de la hoguera de su pecho; que estaba dispuesto a olvidar todo y… Esta vez yo esperé a que ella atendiera a sus clientes, y ella también hizo lo mismo. Ella estaba diferente, moja- da el cabello que brillaba ondulado como cascada explotando en el arrecife de sus caderas, con un jean descaderado y una blusa leve blanca que dejaba salir mariposa del escote de su pecho; no podía evitar recordarla abierta como brillo de cisne…
Bueno doctorcito, ¿usted qué mismo quiere? porque de seguro no se comió todas las frutas en un día.
Se sacó la mascarilla, y por primera vez desde que la vi de nuevo durante la pandemia pude ver su cara divina completa; más, ahora sus labios gruesos temblaban como libélulas sobre la nieve de su cara; era distinta o más bien diferente como cuando yo la disfrutaba como ladrón por las noches; en verdad me parecía estar con otra persona, porque a lo natural me pareció más hermosa…
No le respondí, solo la sujeté de las manos, y le dije: Yo te amo… ¡Tu nunca has amado a nadie! Es mejor que me dejes sola que ya bastante tengo de ti. Es mejor que nunca más me vuelvas a buscar.
Salió caminando rumbo al fondo del zaguán; yo la sujeté del brazo y quedó rebelde parada frente a mí, la rodee con el brazo y aprovechando el titilar de sus ojos le
di un beso que pareció de fuego. Ella enseguida reaccionó, ¡No vuelvas más por acá o yo tendré que irme a buscar vida en otro lado! Fue suficiente para que yo comprendiera y la solté… Ese día me fui perdido en la lluvia que caía como cántaros desde el cielo.
Enduré mi corazón con el cemento del orgullo. Al inicio pensé que yo le hacía un favor y que ella perdía, pero después encontré en el fondo de mi corazón, que era su aire lo que hacía falta a mi pecho.
Un mes y medio pude manejar por otros lugares, atendiendo uno que otro paciente que me llamaban por wasap, ganando unos pocos dólares para llenar un tanto la nevera y levantar la autoestima. Mensajeándome con tanta novia, había tenido, para ver si encontraba alguien que ordeñara los sueños…
Pero al fin no aguante más y fui de nuevo al encuentro de su mirada. Había algo más…
¿Qué desea joven? me preguntó uno de esos días una señora de cabello cano. Dudé que podría ser su madre, porque tenía rasgos indígenas acentuados.
¿Está su hija?, le pregunté. La señora no se sorprendió que no la llamara por su nombre. Demás estaba decir que yo no lo sabía. ¡Verónica!, me respondió. ¡Si! ¡Verónica!, le dije con un nudo en la garganta.
A los tiempos me ponía nervioso por buscar a alguien que prácticamente algún día me había dado todo.
Ella no es mi hija, es mi sobrina y ya no ha de venir por acá porque su madre murió con el COVID el mes pasado. Se me congeló la espalda; me quedé callado un buen rato.
¿Sabe dónde la puedo encontrarla?, le pregunté. Ella se fue a vivir donde una tía por el centro, porque apenas pase esta plaga se va con su hijo para Guayaquil. Y además, jovencito, que no quiere saber nada de usted.
Bueno, a mí me llamó la atención que no quisiera verme; pero pensándolo bien, tampoco es que yo le hubiese hecho tanto daño, porque ella también me decía que me amaba…
Gracias, le dije. Volteé y comencé a caminar. “¿Un hijo? “lla nunca me dijo que tenía un hijo” Estaba seguro que nunca lo tuvo, porque de los exámenes ginecológicos que yo le hacía exhaustivamente en todas las poses, sabía que las praderas y su ombligo eran perfectos. Bueno, pudo tenerlo después…
¡Oiga joven!, me llamó la señora casi de inmediato. Quiero decirle algo: ella siempre creyó todo lo que usted le dijo algún día, siempre soñó poder caminar por los lugares que caminaron juntos en sus sueños. Rece mucho; si Dios quiere algún día podrán encontrarse. Yo me quedé helado, parado junto a las javas de huevos que habían subido de precio como si fueran de oro.
No le pude contestar nada y salí caminando junto al río, pensando el avatar de mi vida, siempre inseguro y desconfiado, tal vez porque nunca fui criado por mi madre y tan solo por las compañeras de fin de semana que tuvo mi
padre, hasta que murió. Tal vez allí radicaba mi miedo a las relaciones, que si algún día tuviese un hijo, haría todo lo posible para que no pasara lo que yo pasé de niño… Perdí su rastro.
A los meses, con la salida del sol, cuando que ya se podía pasear con los debidos cuidados de higiene y distanciamiento, fui caminado hacia el centro de la ciudad, respirando profundo la brisa del río que llevaba paz a lo más profundo del ser.
Me daba más bien cierta ironía, porque la ciudad era un desierto, una que otra persona caminando horrorizada con mascarilla blanca, cambiando de vereda para no cruzarse con la gente, como si fuesen leprosos acostumbrados en algo a esta pandemia que había venido para quedarse.
A los casi cinco meses las puertas de la iglesia de la catedral se habían abierto a los feligreses, que rezaban distanciados como estatuas, y una que otra vela encendida velando a uno que otro santo triste. En lo ateo que soy, me dio por buscar algún mensaje para purificar mi alma por entre las fotos de los santos, en la cara de la Virgen… Un aleluya sonaba desde lo alto por las cúpulas de la catedral; y para qué mentir, con fe había puesto mis rodillas al piso, pidiendo un no sé qué, con la angustia de un sentenciado… Dudé un poco, pero sí, era ella, esta vez discreta, vestida de negro, con la ropa ceñida al cuerpo como si se tratara de una araña.
Caminé unos pasos y cuando me puse a su lado se tapó
la cara con un pañuelo que empuñaba. No dije nada. Me senté a su lado y conversamos como nunca, sin decir una sola palabra. Allí tuvimos la paz que nunca tuvimos, por- que de siempre lo nuestro fue un amor de tragedia, como de bolero. Ella apegó la cabeza sobre mi hombro y yo recordé con alegría sus piernas apretando el tubo de plata…
Cuando al rato nos pusimos de pie, haciendo la señal de la santa cruz en el pecho, apareció por el costado la voz dulce de un niño de unos siete años, con una vela encendida. Pude ver sus ojos almendras, el pelo ensortijado y una sonrisa de bondad que había visto antes…
¡Ya recé mamá!, le dijo. Ella me miró anidando una paloma en mis ojos…
Autor: Dr. Marco Chango