No encuentro otra palabra para calificar a lo que hace un año se inició bajo el liderazgo de COVID-19. Catastrófico me suena exagerado y lleva a pensar en fenómenos naturales como terremotos. La humanidad ha vivido varias pestes que han sido superadas y muchos creían que este término había desaparecido del trajín humano, pero ha hecho presencia mostrando la arrogancia y prepotencia humana en los poderosos avances científicos y tecnológicos, que tiene un contexto saludable ya que sorprendió a los países más avanzados del mundo.
De los enigmas de esta enfermedad y las vacunas, que siga lidiando la ciencia. Lo que a sanos y enfermos afecta es el cambio en el ordenamiento social y la alteración en la vida cotidiana. Las consecuencias económicas son agudas, para bien o para mal es un fenómeno universal, lo que alivia a países como el nuestro acostumbrado a culpar de todo al subdesarrollo. Un impacto serio se ha dado en la educación. La alternativa virtual ha evitado su suspensión, pero no ha llegado con eficiencia a sectores alejados de la tecnología informática. Como compensación se da la intensificación en su manejo que, creen algunos, dominará el futuro.
La forzada limitación en reuniones colectivas calificadas como “aglomeraciones” tiene efectos más serios de lo que a parecen. Nuestra condición de animales sociales se ha limitado y han impactado en hechos aparentemente intrascendentes como la “desertificación” de los estadios de fútbol que disminuyen su atractivo. Acoplando el aserto “de la calumnia algo queda”, se habla de una compensación en la autodisciplina y a la capacidad de adaptarnos a nuevos retos.
¿Cuándo podremos celebrar un aniversario del final de la pandemia? Se mantiene el desconcierto e incertidumbre. (O)