Cuando llegó la Pandemia, se popularizó el uso de distintas plataformas informáticas y en general, sistemas remotos capaces de conservar la actividad de las personas para seguir moviendo al mundo. Llegó el turno a la educación, los negocios, las celebraciones eclesiásticas y luego, accesoriamente, también para la interacción, el café virtual, el cumpleaños virtual, el baby shower virtual y las fórmulas propias de una vida en una feroz modernidad.
Zoom fue la rápida y urgente solución al confinamiento. Un sistema remoto capaz de acercarnos y permitir lo que era imposible con un virus afuera, juntarnos. El tiempo pasó y la creatividad llegó. La sociedad no miraba descanso sino nuevas formas para la velocidad del día a día. Todos estábamos cerca, tan igual que antes, frente a una pantalla, y pensando en cómo cumplir con lo que no puede esperar.
Entonces el vértigo tomó forma. Todo era inmediato, sin horario, con reunión y llamada, siempre urgente. Sesiones eternas, grupos y fondos virtuales. Chat para opinar y levantar la mano para hablar. Silenciar y prender el micrófono. Corregir la imagen. Prepararse para una vez más lanzarse al estrellato en pantalla. El vídeo no se enciende. El micrófono está apagado. Ponga la clave para ingresar. Haga silencio para escuchar. Falta internet. Se fue de nuevo la internet. Es urgente la sesión. Cuidado se active la cámara del celular.
Todos, en una suerte de deshumanizarnos. Más cerca a las distancias del sentido de humanidad. Incomprensión del ser humano, espíritu, cercanía, pausa, reflexión y trascendencia. En todo momento confinados a perder espíritu y cercanía, verdad y realidad.
Hay que dejar el frenesí. Hay que desconectarnos, descomplicarnos, y destecnologizarnos. No se puede des-Zoom-anizar la humanidad. Sí dejar Zoom. Hay que huir en búsqueda de la vida, la música y flor, el cielo y mar, lluvia y color. Hay que rencontrar la cercanía, el afecto y la verdad. Sin Zoom. Hay que volvernos a humanizar. (O)