La ostentosa torre de metal y el tanque azul, para agua de reserva, que le coronaba, lastimando el entorno silvestre de la casa, no está más, milagro de las lluvias, ahora es una linda pirámide vegetal florecida de madreselvas y de su néctar suspendidos colibríes y un minúsculo picaflor verde – azul – estrellado que hace acrobacias para mis nietas que le esperan puntual, a las cinco de la tarde, porque siempre llega.
Desde el mirador de los jazmines, mis niñas, buscan el río que no se ve, pero se escucha; buscan la Cueva que tampoco se ve tras una cortina verde que apenas se mece al viento, pero saben está ahí; quieren ver las vacas que mugen cerquita, tampoco es posible. Entonces, optan por árboles y flores; reconocen malvas y jacarandas, cucardas, cepillos y agapantos; cañaros en flor, laureles y nísperos ostentosos de su verdor, capulíes florecidos enredados de gullanas, higos, arrayanes, peleusíes y fresnos; nogal y nuez, chirimoyos, aguacates y cafetos; cercas de pencos, moras, enredaderas, tunas y uvillas; faros multi color de dalias, lirios, achiras, geranios y buganvillas; islas de fragancia de romero, ruda, poleos, toronjil, hinojo, esencia de rosa, cedrón, retamas e ingarosas; todo, bajo un toldo de cipreses, álamos, acacias, pinos y eucaliptos que compiten por la luz, cada vez más arriba, hasta donde planean gavilanes y curiquingues desde los farallones de la colina.
Ellas, viven la “nueva agenda humana”, no se amilanan por la mascarilla, la distancia social ni el lavado de manos, es su actual rutina; con garúa, lluvia o sol abrazador de medio día, cumplen y disfrutan; bajan al río, suben la loma, caminan bajo los árboles; miran saltamontes, pájaros, mariposas y libélulas; recogen frutas, flores y aromáticas cantando y pidiendo a las plantas. En este inusual invierno en Pandemia, Ellas, son parte de un esperanzador paisaje natural, humano y social. (O)